viernes, 13 de abril de 2018

PASEOS NOCTURNOS


Al meterme en la cama y disponerme a dormir, me gusta elegir un pensamiento, un recuerdo o un deseo en el que enredarme hasta que llega el sueño. Hace años solía escoger un libro, pero últimamente,  mis ojos deben estar mal graduados y no funcionan bien con las gafas que tengo, por eso dejé de perderme en los fabulosos mundos de papel a la hora de acostarme y me voy de excursión mental por esas callejuelas íntimas donde viven los besos, los amores, los sueños y esos deseos secretos que me acompañan cuando todo lo demás está callado o muerto, o las dos cosas o simplemente se vuelve inalcanzable.

En el número 15 de esa calle, vive aquel beso andaluz que todavía hace temblar mis labios al recordarlo. Me gusta, a veces, pasar por delante de su puerta y mirar de reojo el muro tras el que se esconde. Tal vez alguna noche coincida que se asoma a respirar una bocanada de aire pirata, mientras paseo por allí,  y nos encontremos.

No tengo muy claro qué podría decirle, caso fuese necesario decir algo. Posiblemente, en su momento todo se quedó dicho y no veo necesidad de repetirnos. Paso por allí sólo por el gusto de hacerlo, de sentir que aún vive el temblor aquel que nacía cuando mis labios se juntaban a los del hombre que me regaló una ecuación matemática llena de mentiras indemostrables. Paso fugazmente, ligera, sin ruido, sin lágrimas, tal vez sin rencor, posiblemente sin propósito, simplemente porque me gusta, porque el recuerdo es mío y al final, los recuerdos que guardamos de lo vivido son la única posesión que nos acompaña en todas las maletas que hacemos y deshacemos a lo largo de la vida.

Otras veces me meto por la callejuela que hay a la derecha de la parada de autobús y veo como los hombres regresan del trabajo con su uniforme azul clarito. Es imposible evitar que nazca una sonrisa al verlos bajar a todos. 

Mi clítoris recuerda aquella sensación de locura cuando por culpa de cierto hombre grandote con sonrisa de niño, todos los uniformados de aquella empresa me hacían desear una cama, una bañera o cualquier lugar donde pasar unas horas tocando y siendo tocada como nadie hasta ahora lo hizo.  Aquellos hombres despertaban en mí, la locura por estar con el mío, por llamarlo, por escucharlo mientras me explicaba lo mal aprovechados que estaban los recursos humanos y mecánicos de la empresa donde trabajaba y cómo él lo organizaría mucho mejor.  Cada uno de aquellos hombres, al bajarse del autobús, me despertaban las ansias de estar con él, de mirar el teléfono esperando su mensaje de te paso a buscar y de controlarme para no ser pesada y que no se cansara de mí. Alguno de aquellos hombres al pasar cerca de mí, me sonrió o me dijo alguna tontería de esas que dicen los hombres cuando bajan de los autobuses y ven una mujer que los mira con ojitos soñadores.

Esas sonrisas y las que yo les devolvía están todavía allí. Caídas entre las piedras de la calzada, incrustadas en las grietas de la acera. No sé si alguien me creería si yo dijera que cuando la noche es muy oscura, brillan como estrellas en la oscuridad del asfalto. 

Mirarlas es casi como levantar los ojos al cielo y sentir que todo tiene sentido y que a veces es posible que los buenos ganen. Contemplarlas es reconocer en mí la capacidad de seguir sonriendo a pesar de que él ya no se baja de aquel autobús y de  aceptar, con tristeza infinita, que los uniformes azules ya no funcionan como antes, pero hay tantos colores en el mundo que siempre queda la esperanza de que algún tono de verde o de naranja, pueda tener el mismo efecto alguna vez.

Cuando me alejo de la parada y subo por la cuesta de la zapatería, siempre me sorprende el nudito de lágrimas que quema en mi garganta y siempre digo bajito su nombre entero para mandarle suerte, aire acondicionado, paz y deseos cumplidos al hombre aquel, que sin lugar a dudas, fue el que más sonrisas supo sacar de mi boquita chica, cuando estaba conmigo, y cuando no estaba, y hacía que otros hombres me devolvieran las sonrisas que mis ojos derramaban al pensar en él.

También me gusta asomarme a la plaza de los deseos, allí tengo una fuente preciosa, con un caño grande de agua fresca que me recuerda el ruido de la Alhambra y el sabor de las tardes de domingo en Campinas. El sonido del agua está lleno de pasado pero perfumado de futuro. De posibilidades, de besos por llegar, de hombres a los que amar  y de sonrisas por brotar.

Es mi lugar preferido, allí me repongo del cansancio y me preparo para continuar la jornada que al día siguiente se reinicia. Hay un banquito azul turquesa debajo de una painera enorme que siempre está florida y me gusta sentarme allí a observar los otros árboles de mi plaza encantada, las acacias que llenan de alfombras amarillas el suelo, el baobá de la esquina que sale hacia la avenida de mañana y el limonero que sabe bailar como un sauce llorón. Algunas noches me asusta pensar que tal vez llora y soy yo la que no sé distinguir entre los bailes y los llantos de los árboles.

Me duermo así acurrucada entre amores por llegar, acompañada por los que ya se fueron, arrullada por el agua clara de las fuentes eternas cargadas de futuro y la música bonita que siempre sale de alguna ventana entornada donde viven nuevos besos que aún no me hicieron temblar, pero prometen ser inolvidables.

Isabel Salas