Al perro del vecino le falta un pie.
No sé cómo se llama ese hombre, nunca he hablado con él, ni con nadie de su
familia. Tampoco sé cómo se llama su perro, pero debo confesar que con él, ese
peludo lleno de nervios y de estrellas en los ojos, sí he hablado.
Al principio eran palabras sueltas, un vete, un qué haces.
No es que fuera mi intención hablarle, pero no me quedó más remedio, pues
cuando salgo, desde las afueras (donde vivimos) hacia el centro de la ciudad, (donde
están el resto de las cosas), ese perro cabezón se viene conmigo.
Nuestras conversaciones se limitaban a un vuelve a casa perro
imprudente, un no me sigas o como mucho, un no te conozco, un no me mires, e incluso, un
agresivo no te voy a cuidar, pero supongo que debe ser sordo además de cojo porque no hace caso, ni mucho ni poco.
Lo que sí le funciona muy bien es el rabo, lo mueve con tantos matices que
es como si hubiera inventado, él solito, el lenguaje de señas para que los humanos
pudiéramos comprender lo que dicen los perros.
En general no me gusta andar con perros sueltos por la calle, ni con los míos
ni con los ajenos, porque hacerlo me hace temer
miles de cosas. Que alguien se asuste, que lo atropelle un coche, que el animal
pueda abalanzarse sobre una moto ruidosa y que el gilipollas que va montado en el
trueno del infierno se caiga y encima quiera daños y perjuicios por sus putos
dientes o lo que es peor, que el perro quiera entrar conmigo (y entre) en la tienda de la esquina, esa
que lo vende todo a granel, y se ponga a comer ración de los sacos de comida de
gato.
Que por lo que sea, a los perros, les encanta.
Por cierto, a mí lo que me encanta es comprar queso rallado a granel. En
los paquetes de queso que venden en el supermercado nunca viene la cantidad
ideal de queso que mi hija pequeña y yo gastamos en nuestros platos de espagueti. Si
abrimos dos, sobra del segundo y si abrimos uno, nos falta para sentir que el
día fue perfecto.
Por lo tanto salir a dar un paseo y llegar hasta la tienda a
comprar la cantidad exacta de queso rallado, es uno de esos placeres solitarios
que, como la masturbación (ya sé que las ideas se asocian sin querer, al menos
en mi pervertida mente), prefiero disfrutar sin un perro cojo a mi lado. Mi lado dramático y mi inclinación natural hacia lo romántico-festivo se desbordan fácilmente, y acabo no
entendiendo muy bien como mis pensamientos divagan plácidamente desde el
inocente queso al onanismo, pero así es.
El caso es que este perro testarudo nunca hizo caso de mis quejas ni de mis
amenazas. Con el tiempo, comprendí que por alguna misteriosa razón le gustaba
acompañarme, y se volvería para su casa cuando le diera la gana a él y no cuando
me pareciera bien a mí.
Así que poco a poco mis frases se fueron convirtiendo en conversaciones impregnadas
de consejos y salpicadas de confidencias. Pasamos del vete, al ten cuidado con
ese camión y paulatinamente, hemos llegado al hoy te voy a contar la tarde en que
Manuel me desabrochó unos botones de la camisa mientras me explicaba, lleno de
razones, por qué no debíamos querernos
ni gustarnos.
Pasamos del pinche perro cojo desobediente vete a tu casa que no eres mío,
a llamarlo disimuladamente cuando voy al pueblo. Reconozco que me alegra el paseo cuando se viene y que los días que está distraído con otras cosas, lo echo de menos.
Aún no sé su nombre porque preguntarle a su dueño como se llama, me parece
tan inconveniente como preguntarle cual es
el postre preferido de su hijo menor. Cosas que no se preguntan y ya está. Asuntos particulares.
Yo le digo vente, feo y él, se viene.
Le susurro discretamente perrito voy
a por el queso, ven y te cuento lo de Ramón y el boicot a los productos de
Tordesillas, o lo de aquel chico que me decía que mis manos eran de princesa y
mis ojos de agua del arroyo claro y terminó queriendo convencerme de que el
semen es bueno para la caries.
Y él, cuando puede, se viene conmigo a conversar y a caminar. Yo hablando alto con mis dos
pies, confesándole todos mis crímenes y mis romances poco a poco y él, con los
tres suyos y sus contagiosas ganas de hacer amigos.
Nunca tenemos una discusión.
Con el tiempo terminé poniéndole un nombre secreto que sólo él y yo
sabemos. Nunca fue mi perro, y nunca lo será, siempre será el perro de mi vecino,
pero podría decirse, sin faltar a la
verdad, que somos amigos muy próximos.
Ya dimos muchos paseos y con el tiempo aceptó mis caricias además de mi
compañía. Ahora hasta me lame y permite que le quite algunas pulgas.
Sin embargo, todavía no sé si le gusta el queso rallado.
Isabel Salas