domingo, 15 de diciembre de 2024

SOBRE HIJOS, MADRES Y CUSTODIAS

 

Siempre escuché, desde niña, que las madres tienen prioridad en la custodia de los hijos, pero al crecer, la vida se encargó  de mostrarme que esa creencia es un espejismo construido sobre un periodo de tiempo ridículamente corto en comparación con la historia. Durante siglos, la custodia no fue un derecho materno ni algo que pudiera negociarse: los hijos eran propiedad del padre y, como tal, su destino dependía de él. Esto no era una excepción ni una peculiaridad de ciertas culturas; era la norma en prácticamente todo el mundo.

En la Antigua Roma, por ejemplo, el padre tenía un poder absoluto sobre su familia, un concepto llamado patria potestas, que no solo le permitía tomar decisiones sobre la educación o el futuro de sus hijos, sino que también le daba la autoridad de venderlos, castigarlos o incluso deshacerse de ellos si lo consideraba necesario. La madre, por más que los criara y los amara, no tenía derechos legales sobre ellos. En caso de divorcio, los hijos se quedaban con el padre y la madre simplemente desaparecía de la ecuación.

A lo largo de la Edad Media, con el cristianismo dominando las leyes familiares, la situación no mejoró. El matrimonio se convirtió en un vínculo sagrado e indisoluble, lo que significaba que el divorcio prácticamente dejó de existir. Cuando, por circunstancias extremas, una pareja se separaba, la custodia de los hijos recaía sin discusión en el padre o en su familia. No importaba si la madre era la principal cuidadora, si los había parido o si eran pequeños y necesitaban su protección. La lógica era simple: el hombre tenía la responsabilidad económica, el linaje y el apellido, por lo tanto, tenía derecho a quedarse con los hijos.

Algo similar ocurría en la China imperial, donde las mujeres podían ser repudiadas por su marido por razones que hoy nos parecerían surrealistas, como no haber dado a luz un hijo varón o ser demasiado celosas. Cuando esto pasaba, la mujer debía abandonar la casa y dejar atrás a sus hijos, porque la custodia pertenecía exclusivamente al padre o a sus parientes. Incluso en las clases populares, donde la economía familiar dependía del esfuerzo conjunto, la ley seguía favoreciendo al hombre.

En el mundo islámico medieval, el sistema era un poco diferente, pero no mucho más favorable para las madres. Durante los primeros años de vida, ellas se quedaban con la custodia de los hijos porque se reconocía que eran quienes mejor podían criarlos en la infancia. Sin embargo, ese derecho tenía fecha de caducidad: cuando los niños llegaban a determinada edad, pasaban automáticamente a la tutela del padre o de su familia. La madre podía seguir viéndolos, pero ya no tenía control sobre su destino.

A lo largo de la historia, el único resquicio de luz para las mujeres en términos de custodia se encontró en algunas sociedades africanas precoloniales, donde la descendencia se trazaba a través de la línea materna. En comunidades como la de los Ashanti en África Occidental, los hijos pertenecían al clan de la madre, y en caso de separación no había debate: los niños se quedaban con ella. Pero este tipo de estructuras matrilineales fueron la excepción, y con la llegada del colonialismo europeo, fueron rápidamente desmanteladas para imponer el modelo patriarcal europeo, donde la custodia volvía a recaer en el padre.

El gran punto de inflexión no llegó hasta el siglo XIX, con la Revolución Industrial. Fue entonces cuando, por primera vez, algunos países comenzaron a considerar la idea de que los niños pequeños deberían quedarse con sus madres tras un divorcio. La primera ley que reconoció esto fue la Custody of Infants Act de 1839 en Reino Unido, que permitió a las madres obtener la custodia de sus hijos menores de siete años. Siete años. Ni siquiera la custodia completa, sino un derecho limitado que apenas se aplicaba en casos excepcionales.

Si ponemos esto en perspectiva, significa que las madres han tenido prioridad en la custodia durante aproximadamente 185 años, lo que es una fracción minúscula en comparación con los siglos de dominio absoluto de los padres. Y aún hoy, esa supuesta ventaja materna es más un espejismo que una realidad. Las leyes de custodia compartida, que en teoría buscan la igualdad, muchas veces funcionan como una herramienta para debilitar la conexión entre la madre y sus hijos, repitiendo un patrón que se ha mantenido durante siglos.

La historia de la custodia infantil no es solo una historia de leyes, sino una historia de poder. Los hijos siempre han sido un instrumento de control sobre las mujeres, y aunque las palabras en los códigos legales han cambiado, la esencia del sistema sigue siendo la misma. La justicia familiar moderna no es un mundo nuevo y equitativo, sino un reflejo de la misma desigualdad histórica con un nuevo envoltorio. Y si algo nos enseña la historia es que los cambios superficiales no significan justicia real.

Cómo curiosidad y detalle no menor, quiero añadir que el poco tiempo en que las madres se quedaron con sus hijos pequeños se debió a que se comenzó a aplicar en los juzgados la doctrina de los tiernos años a mediados del siglo XIX, con el Custody of Infants Act de 1839 en Reino Unido, al que antes me referí, marcando el primer reconocimiento legal de que los niños pequeños, especialmente los menores de siete años, debían permanecer con sus madres tras un divorcio. Esta idea, impulsada por la percepción de que las madres eran las principales cuidadoras durante los primeros años de vida, se fue extendiendo gradualmente a otros países y consolidándose en la jurisprudencia de las cortes de familia a lo largo del siglo XX. Sin embargo, esta doctrina nunca llegó a representar un verdadero derecho materno, sino más bien una concesión temporal dentro de un sistema que seguía favoreciendo la autoridad paterna.

Con el tiempo, esta doctrina fue reemplazada por la doctrina del pretendido bien superior del menor, que empezó a utilizarse a mediados del siglo XX y que, en teoría, pretendía garantizar que las decisiones sobre custodia se tomaran en función del bienestar del niño y no de los derechos de los padres. Sin embargo, en la práctica, esta doctrina abrió la puerta a una manipulación legal y psicológica, donde la subjetividad de los jueces y la intervención de los llamados "expertos" comenzó a jugar un papel decisivo en los juzgados de familia. Fue en este contexto que los psicólogos entraron en escena, imponiendo su presencia en los procesos judiciales con evaluaciones que no solo carecen de objetividad científica, sino que han servido para justificar decisiones profundamente dañinas para madres e hijos.

La incorporación de la psicología en los juzgados de familia ha sido una de las herramientas más perversas en la legitimación de la violencia institucional contra las madres. Bajo la excusa del "interés superior del menor", se ha convertido en una práctica común separar a los niños de sus madres con argumentos pseudocientíficos, diagnósticos arbitrarios y evaluaciones subjetivas que responden más a prejuicios que a evidencias. Las opiniones de los psicólogos forenses han terminado por suplantar la realidad de los hechos, permitiendo que se despoje a las madres de la custodia bajo acusaciones infundadas de alienación parental, inestabilidad emocional o cualquier otro término que encaje en la narrativa que se necesita para justificar decisiones previamente tomadas.

Lo que se presentó como un intento de proteger a los niños en sus primeros años de vida ha terminado en un mecanismo de deshumanización, donde las madres ya no son vistas como el pilar fundamental en la vida de sus hijos, sino como un obstáculo que puede ser removido si el diagnóstico psicológico de turno lo permite. Así, la doctrina del pretendido bien superior del menor no ha sido más que una herramienta de control, que ha servido para borrar el derecho natural y biológico de los hijos a ser criados por sus madres y de someter a madres e hijos a un sistema judicial que, bajo la apariencia de equidad, perpetúa la misma desigualdad histórica de siempre.

Isabel Salas

miércoles, 11 de diciembre de 2024

VETE




Por un momento
tu camino fue el mío
 y el mío tuyo.

Durante un tiempo,
soplaba en nuestros rostros
 el mismo viento,
en el mismo sendero
del que ahora huyo.

Lo que inundaba el sol y hacía nacer flores, 
se ha llenado de noche.

Algo ha cambiado,
ya no brilla el charol, se fueron los colores.
Todo apesta a reproche.

Me salgo de tu ruta,
salte tú de la mía
y regresa a tu gruta.

Sal de mí,
de mis ojos,
de mis canciones
y de mis labios rojos.
Salte de mis palabras
y de mis intenciones.

Vete.

Márchate de mi vida,
del asfalto,
 de las piedras, del árbol,
de mi alma, 
que vive en sobresalto.

Sigue tu senda,
llévate tus promesas
de caminar unidos.

No hay solución, se abrió la fenda.

Demasiadas mentiras,
miles de burlas formaron mi prisión.

Vete.

Libérame,
vuelve a tu mundo
y olvídame.

Isabel Salas















martes, 3 de diciembre de 2024

INVISIBLE


Un día, 
cuando encuentre la manera 
de sacarte de mí, 
y por fin,
 vuelva a ser yo, 
renacida,
en otra primavera,
lo sabrás.

No me verás, 
dejarás de escucharme
nada de mí te llegará,
ni mi voz
ni mi aroma,
ni mi sabor.

Seré invisible,
remota, inalcanzable,
y entonces tú,
entenderás al fin,
que tal vez era yo...
la inolvidable,
y tú,
sustituible.


Isabel Salas

sábado, 30 de noviembre de 2024

JUAN LUCIANO



Juan Luciano es un personaje fascinante por su complejidad y su trágica autopercepción. Es alguien que vive atrapado en la ilusión de lo que "pudo haber sido", una figura que encarna el remordimiento y la soberbia al mismo tiempo. Su convicción de que podría haber sido el mejor en todo, si solo el mundo a su alrededor lo hubiera merecido, revela una profunda falta de autoconocimiento y una incapacidad para aceptar la realidad de sus propias limitaciones.

Lo que hace a Juan Luciano tan interesante es cómo su arrogancia lo aísla progresivamente. A lo largo de su vida, su incapacidad para reconocer y valorar a las personas que lo rodean lo lleva a una soledad amarga. Su desdén por quienes no cumplen sus expectativas y su constante justificación de por qué no vale la pena esforzarse, lo convierten en un personaje que se auto-sabotea. Es una especie de anti-héroe, cuya grandeza solo existe en su propia mente.

El momento en que su esposa lo deja llevándose a su hijo es especialmente revelador. No solo muestra la culminación de sus fracasos personales, sino también la cruda realidad de que sus sueños de grandeza nunca se materializarán. La ironía final, donde él mismo se reconoce como "el mayor gilipollas de todos los tiempos", encapsula su tragedia personal: un hombre que podría haber tenido todo, pero que lo pierde todo por no saber apreciar lo que tenía.

En resumen, Juan Luciano es un retrato de la autodestrucción que proviene de la soberbia y el orgullo mal enfocado. Su historia es un recordatorio de cómo la vida puede pasar de largo mientras uno se aferra a ideales que nunca se alcanzan, y de la importancia de la humildad y la aceptación en la búsqueda de la verdadera felicidad. Es un personaje que provoca tanto lástima como reflexión, y su destino es una advertencia sobre los peligros de vivir en el pasado y en las fantasías de lo que nunca fue.

  ¿Cómo interpretas la ironía final de que Juan Luciano se reconozca a sí mismo como "el mayor gilipollas de todos los tiempos"? ¿Crees que este reconocimiento trae algún tipo de redención para él, o solo profundiza su tragedia?

 

Isabel Salas

viernes, 29 de noviembre de 2024

DESNUDA


No estoy en ti.
En nada tuyo estoy
 como tú estás en mí,
viviendo en todo  lo que hago,
desde siempre,
 hasta hoy.

Estás en mis palabras,
y cuando escribo cosas,
eres la espina 
de mis mariposas,
la misma perra espina de mis vocales
 y de mis rosas.

Siempre tú,
maldito botón 
de todos los ojales.

Flotas en mi mirada
y antes de ver el mundo
tengo que sacudirte 
de mis ojos de niña enamorada.
Si no lo hago... 
todo lo confundo
los  verdes se hacen rojos
y en medio tú,
negro profundo.

Vives en mis sonrisas,
en las lágrimas tristes que a veces lloro.
Estás en los suspiros
y en la llave de oro
que abre las risas.

Eres el oso parado en el hielo
y eres los aviones
que vuelan por mi cielo.

Estás en todo lo que cuento
pero cuando te miro
en nada tuyo
yo me encuentro.

Mi corazón es tu casa,
sin poder evitarlo muda su canto
a ti se acompasa.


Encharcado de agua rasa,
el tuyo,
 es el espanto que me arrasa,
 cuando a ti vuelvo
desnuda
y sin orgullo.

Isabel Salas


sábado, 23 de noviembre de 2024

EL CANAL DE LA ALEGRÍA




Últimamente se ha puesto de moda, en ciertos círculos, llamar orificios a las vaginas y deseo manifestar mi completo desacuerdo con semejante práctica. Digamos, de paso, que tampoco  me gusta demasiado la palabra vagina  y tengo mis razones. Por lo visto vagina es una palabra de uso muy reciente, además de ser total y completamente machirula. Según he leído aparece en 1641 cuando un botánico y anatomista alemán llamado Johann Vesling, profesor en la Universidad de Padua, tuvo la peregrina idea de llamar así al conducto maravilloso que une el mundo exterior con nuestro útero. 

Podía haberla llamado recinto de la vida, camino del placer, cueva fabulosa o cualquier otra cosa bella, pero le puso el nombre vagina porque le pareció que esa parte de nosotras era semejante a la vaina que cubre a la espada, una especie de funda o envoltorio. O sea, se olvidó de su suavidad, su utilidad y su misterio, para definirla como "la parte de la hembra" que rodea o cubre  al pene durante el coito.

Es decir, tras preguntarse este buen muchacho como podría referirse a ese conducto casi mágico, elástico, calentito y autolubricado por nombrar algunas de sus preciosas particularidades, se le ocurrió ponerle un nombre simplón que remite al puntual uso que de ella hacen los varones. Nosotras no contábamos para nada, y así seguimos. Fue así como el órgano sexual femenino fue bautizado en honor al pene. Realmente es una burla. Una burla histórica, tal vez sin mala intención, pero sin lugar a dudas una ofensa en varios sentidos. 

Busqué como se referían a nuestra querida vagina antes de que el bueno de Johann se animara a bautizarla y poca información he encontrado. Los romanos llamaban vulva a todo el contexto, y no se sorprendan al saber que vulva también significa envoltura y englobaba todo el paquete genital femenino, desde los labios  menores y  mayores, hasta la propia vagina y  el clítoris. 

En lo que se refiere al  nombramiento de nuestros organos sexuales, las hembras occidentales les debemos a los griegos la belleza de la palabra clítoris, pues viene de  "kleitoris" y significa pequeña montaña. Ellos sólo conocian la parte externa del clítoris y no podían sospechar su verdadero tamaño y ubicación pero al menos le dieron un nombre poético sin referirse a lo que un varón podría o no hacer con nuestro querido amigo. Por cierto la palabra climax tambien es de la misma familia y además según mi experiencia tiene toda la lógica pues con pene o sin pene es el clítoris que nos da los mayores  contentamientos en lo que a orgasmos se refiere.

Quero termimar diciendo que la alegría de recibir a un hombre dentro de mí jamás la he vivido como la aburrida entrada de un pene en mi vagina. Es mucho más que eso, es el hombre completo con sus risas, sus caricias, sus palabras, su olor y todos sus gestos. Y no entra solamente a mi vagina, ese hombre está allí porque de alguna manera ya tiene mi amistad, mi deseo, mi corazón o tal vez hasta mi amor y cuando sucede la penetración, entra tambien en mi corazón y  en mi cerebro. Puede incluso tocar mi alma cuando el amor es grande y mutuo y hasta nuestras aureas se abrazan cuando nuestros cuerpos se encajan en esa magnífica coreografía donde hombre y hembra se encuentran. 

La vagina no es por tanto la funda de un pene, es mucho más, es el comité de bienvenida a todo el resto y menos aún es un orificio. La vagina podría tener nombre de flor, que para eso el tal Johann era botánico, o nombre de cualquier cosa que evocara lo que es, una parte esencial de nuestra identidad sexual por supuesto, pero tambien una entrada al mundo del placer o la salida triunfal para nuestra sangre menstrual y nuestros hijos.

Si la palabra vagina en su origen fue inapropiada, ésta nueva tentativa de borrar la vagina convirtiendola en un simple orificio me parece un agravio aún mayor. Nuestro órganos sexuales son mucho más que nombres. Debido a ellos, a su maravillosa capacidad de dar placer y de engendrar vida es que hemos sido amadas o repudiadas, ensalzadas o perseguidas, sacralizadas o estigmatizadas dependiendo del contexto histórico. Pero definitivamente, en pleno siglo XXI corresponde que defendamos nuestro cuerpo y cada porción de él como lo que son, partes indivisibles de un todo maravilloso que es la hembra humana y como parte de esa defensa nos atribuyamos el poder de nombrarnos como mejor nos sintamos.

No permitamos que conviertan nuestra vagina en un orificio.

Somos hembras, preciosa palabra que viene de fémina, cuya raiz significa mamar o amantar. Otras palabras de la familia son felix, fecundo o  filius,  que remiten a fecundidad, felicidad e hijos. Por tanto fémina es la que amamanta o da de mamar, una palabra poderos.

Sin embargo tal vez muchas no sepais que "mujer" viene de mulier que significa aguado o blandengue. Otra palabra de la misma raiz  es molusco, por eso desde que me enteré prefiero decir de mí misma que soy una hembra y no una mujer. 

Me hubiera gustado que Johann hubiera elegido  el nombre de alguna orquidea para nombrar nuestra vagina, pero ya es tarde para arreglar esa mala elección. Sin embargo hoy puedo escoger y escojo usar hembra y vagina antes que mujer con orificios.

Las hembras somos casi la mitad de la población mundial pero todos nosotros, hombres y mujeres hemos llegado al mundo gracias a una vagina, sea en el momento de la concepción o a la hora del parto allí está ella, el canal de la alegría que es la puerta de la vida. 

Isabel Salas


martes, 5 de noviembre de 2024

VOLVER A VOLVER


Volver a empezar tras caer,
y de nuevo,
   tratar de seguir,
y empezar,
otra vez,
después de levantar.

Y convertir las lágrimas
en tripas,
 otra vez,
y las tripas en carne 
y la carne en reloj
de contar los latidos
y hacer que los gemidos
se hagan corazón,
y que sea valiente
y vuelva a funcionar, 
capaz,
palpitando de nuevo,
y de nuevo tenaz.

Y haga ruido de vida,
de nuevo, de pulso, 
de coraje, 
de impulso,
de empujar sangre y garras
fuerza, aire
y aliento,
olvidando la piel
que quedó en el cemento.

Y volver otra vez
a tapar las heridas,
y de nuevo
espantar a los males,
con un canto hechicero, 
que convierta,
otra vez,
en nuevo corazón,
la ceniza muerta
que llena el cenicero.

Y de nuevo volver,
otra vez,
a volver a empezar
tras caer.

Levantar y seguir, 
sin saber si llorar es vivir
y vivir es volver 
a doler
y de nuevo otra vez
empezar,
mientras llega el morir, 
que es, por fin,
desistir.


Isabel Salas


viernes, 1 de noviembre de 2024

FILAMENTOS GATUNOS


 

La Real Academia Española define al "gato" como un mamífero doméstico de la familia de los félidos, cuyo carácter y elegancia se han ganado nuestro corazón y nuestras casas. Y de nuevo tiene razón. También dice que "pelo" es un filamento delgado y flexible que cubre el cuerpo de algunos animales Imagínate, filamento, cuerpo en forma de hilo, que palabra tan bonita pero que cortita se queda cuando hablamos de pelos de gatos, pues además debería decir que esos filamentos nacieron para distribuirse por toda la casa  de la forma más caprichosa y aleatoria.

Quien tiene la dicha de convivir con gatos sabe que estos diminutos hilos encuentran la forma de instalarse en cada rincón de nuestro hogar y en cada prenda de nuestra ropa. Pero sabe, además, que tienen la capacidad mágica de no molestar estén donde estén, por más que llenen nuestras camas, sofás y cualquier superficie imaginable, nos llenan de una sensación mucho más valiosa que cualquier otra: la alegría (definida como un "sentimiento grato y vivo que suele manifestarse con signos exteriores")

¿Y acaso no es esta la esencia de tener un gato en casa? Desde el ronroneo suave que se escucha cuando nos despiertan (cada noche varias veces) hasta las tonterías que nos arrancan carcajadas inesperadas. La presencia de un gato hace de nuestro hogar un refugio lleno de amor, donde no hace falta más que su mirada para recordarnos la simplicidad de la felicidad.

Y no lo digo yo, lo dice nuestra querida academia que define "Casa" y "hogar" como refugio y espacio de convivencia. Se le olvida, que con un gato, estos términos se enriquecen con significados más profundos. Los gatos convierten un simple lugar en un hogar por el simple hecho de compartir sus rutinas con nosotros. Desde observarnos preparar café hasta dormir la siesta con nosotros o afilarse las uñas en nuestros zapatos, cada gesto de nuestros queridos gatitos es una invitación a ver el mundo con calma y a apreciar cada pequeño instante de compañía.

Es cierto que encontraremos sus pelos por todas partes, y hay que aceptar que por mucho que aspiremos o limpiemos,  siempre habrá un par de hilos felinos que nos acompañen y adornen nuestras ropas. Sin embargo, cada uno de ellos es testimonio de su presencia y su amor. Tener un gato es aceptar esos pelos como parte de la decoración, e incluso como parte de nuestro propio estilo, lo que ahora llaman outfit, (conjunto de prendas, calzado y accesorios que alguien elige para vestir en un momento o evento específico). Aunque en español tenemos términos como "conjunto" o "atuendo," outfit se ha popularizado bastante, especialmente en redes sociales y en contextos de moda, para describir el estilo o la combinación de ropa de una persona. Esto sería un anglicismo de toda la vida.

Vida que con el amor de nuestros gatos, se convierte en una suma de continuos gestos y momentos de ternura, de esa "alegría" tan grata y viva que solo quienes tenemos un gato conocemos: sus cabezazos de cariño, sus giros elegantes al caminar, su indiferencia (a veces fingida) cuando requerimos su  atención y, sobre todo, esa felicidad profunda que sentimos cuando vienen a dormir en nuestro hombro o se acomodan en nuestro pecho para ofrecernos un concierto de ruiditos a cual más entrañable. Ellos nos miran y dulcemente entornan sus párpados, obligándonos a parar todo lo demás para disfrutar de ese momento, sin movernos (por supuesto) para se queden el mayor tiempo posible, aprendiendo que el amor es un regalo, el que ellos nos dan o cualquier otro amor, el regalo más valioso, y que como dice la canción, el cariño verdadero ni se compra ni se vende, "no hay en el mundo dinero para comprar los quereres" y ellos lo saben.


Isabel Salas