Un deseo de esos que nacen sabiéndose imposible y muere, como tantos otros, en el rincón más empolvado del desván del alma.
Comprendía que no bastaba perdonarse a sí mismo, era consciente de que pecados como los suyos necesitaban, para ser redimidos, el perdón de sus víctimas y sabía también que jamás lo tendría, al menos no de todas, pues aunque algunas personas pueden perdonar los actos más innobles, para poder hacerlo hay que estar vivo y él, había dejado demasiados cadáveres en su camino.
Los corazones muertos no pueden perdonar, y él era especialista en matar corazones traicionando el amor que despertaba.
Como el niño cruel que disfruta matando cachorros a los que conquista con una caricia antes de torturarlos o como un don Juan barato que conquista el amor de un alma femenina para alejarse luego sin mirar atrás, así había ido sembrando él su vida de fantasmas, y las estrellas los alumbraban cuando él salía a mirarlas, burlándose de él.
Ellas, testigos mudos de sus delitos, lo miraban también desde la lejanía, calladas, sin dedo acusador, pero negándole el sosiego que sabían dar a las almas puras cuando en noches solitarias levantan sus ojos al cielo buscando consuelo.
Las serpientes no tienen corazón y las estrellas lo saben.
Isabel Salas