miércoles, 28 de junio de 2023

CORAZÓN DE SERPIENTE



Algunas noches, Andrés miraba las estrellas e imaginaba si la luz de la luna tendría algún poder secreto que pudiera lavar, de alguna manera, las manchas vergonzosas de sus pecados.

Se sabía despreciable, y aunque aún conservaba en su interior el deseo de ser bueno, entendía que era como el deseo de ser astronauta que había sentido con ocho años, un deseo caduco  que había muerto en el huevo sin jamás tener la menor pluma.

Un deseo  de esos que nacen sabiéndose imposible y muere, como tantos otros, en el rincón más empolvado del desván del alma.

Había pecado contra la vida y contra el amor de la forma más abyecta que se podía pecar. Había traicionado a tanta gente y de tantas maneras que la traición corría por sus venas, junto a las mentiras y a la crueldad. 

Ese torrente frío que había sustituido a su sangre, helaba su carne, su corazón y su piel como sólo el mal puede enfriarlo todo, sin compasión y sin pedir permiso. En esas noches solitarias, miraba el cielo deseando sentir el abrazo de la belleza sagrada del universo. Hubiera deseado que alguna vez pasara la estrella fugaz de los deseos imposibles y pedirle otra oportunidad, poder cambiar de piel y empezar de cero con mejores propósitos, más honor y menos iniquidad, pero adivinaba que ninguna estrella gastaría su brillo con una serpiente.

Comprendía que no bastaba perdonarse a sí mismo, era consciente de que pecados como los suyos necesitaban, para ser redimidos, el perdón de sus víctimas y sabía también que jamás lo tendría, al menos no de todas, pues aunque algunas personas pueden perdonar los actos más innobles, para poder hacerlo hay que estar vivo y él, había dejado demasiados cadáveres en su camino.

Los corazones muertos no pueden perdonar, y él era especialista en matar corazones traicionando el amor que despertaba. 

Como el niño cruel que disfruta matando cachorros a los que conquista con una caricia antes de torturarlos o como un don Juan barato que conquista el amor de un alma femenina para alejarse luego sin mirar atrás, así había ido sembrando él su vida de fantasmas, y las estrellas los alumbraban cuando él salía a mirarlas, burlándose de él.

Ellas, testigos mudos de sus delitos, lo miraban también desde la lejanía, calladas, sin dedo acusador, pero negándole el sosiego que sabían dar a las almas puras cuando en noches solitarias levantan sus ojos al cielo  buscando consuelo.

Las serpientes no tienen corazón y las estrellas lo saben.


Isabel Salas