Lola miró hacia la puerta con una cierta preocupación. Ya eran casi las seis de la tarde y el viejo no había aparecido. Todos
los viernes, desde que ella trabajaba en la cafetería, ese hombre
aparecía y se sentaba a tomarse un cola-cao cuando hacía frío y una horchata
cuando hacía calor. Un viejo simpático, educado, que bebía
despacio, intercambiaba un par de frases con ella o con el otro camarero
y después decía buenas tardes y se iba.
Así había sido desde hacía once años y hoy, por primera vez, estaba atrasado. Él
no sabía que había sido su primer cliente cuando aquel viernes se
incorporó a su puesto de camarera sin haber sido nunca camarera. Tomás nunca supo la vergüenza con que ella le preguntó que deseaba tomar, sólo notó
los temblores internos que a duras penas conseguía controlar mientras le
servía el chocolate caliente. A Lola tan acostumbrada a servir a los hijos en casa, se le escurrió un "no quema" y al decirlo, una risa nerviosa que casi se le escapó, se terminó transformando en sonrisa de Monalisa.
Él no encontró nada raro en aquella sonrisa y también sonrió, pensando que la chica era un encanto, le dio las gracias y ella se sintió muy profesional a pesar del desliz maternal. Nunca comentaron como había sido un bálsamo para sus nervios de principiante aquel gracias y jamás, en todos los años que siguieron, hablaron de nada personal.
En esos once años muchas cosas habían cambiado. Ella misma era otra mujer. Once años sin palizas en casa, sin peleas. Sus hijos habían crecido y especialmente el menor parecía no tener muchos recuerdos de aquella fase de malos tratos y gritos. El
mayor no, el mayor lo recordaba casi todo, pero haciendo un gran esfuerzo
habían logrado convencerlo para que aceptase la ayuda de una psicóloga y por lo visto se había perdonado a sí mismo no haber sido tan buen chico como para merecer que
su padre tratase bien a su madre sólo por verlo feliz.
Felipe aprendió que la
mente humana es un mundo lleno de miedos y culpas sin sentido y que para algunos hombres, herir a su mujer vale mucho más que no herir al hijo, independientemente de como sea el hijo, pues el problema no está en los niños y sí en esos cabrones llenos de odio que necesitan alguien a quien maltratar. Cuando lo asimiló dejó las drogas, buscó un trabajo y le dio a su madre la mayor alegría de su vida por verlo en el buen camino.
Todo
lo que su hijo había aprendido en la terapia, ella lo aprendió en la barra del
bar, escuchando a los borrachos contar sus penas, a los novios pelearse o
a las madres con las hijas comiendo churros como locas por las mañanas mientras elaboraban planes de fuga.
Lola había comprendido con tanto drama alrededor, que el suyo era uno más y poco a poco se fue curando lo mejor que pudo.
El viejo Tomás ni sospechaba que para ella durante mucho tiempo el desafío era contar semanas sin llorar ni derrumbarse, semanas de conquistas personales que empezaban cada viernes con su llegada al bar. Imposible que él imaginase que para Lola, él era la encarnación del principio de las mudanzas. El símbolo del tiempo transcurrido desde que comenzó su vida nueva. El primer gracias. La primera sonrisa.
El primer cola-cao, en muchos años, que ella no tendría que soplar ni cambiar de vaso repetidas veces para que no quemase.
Él se admiraría si supiese como su demora en el médico podría angustiar a nadie. El pobre médico no sabía como explicarle que su estado de salud deplorable tenía ya muy poco arreglo y por no querer ser insensible y contárselo a la bulla, lo había dejado para el final.
Un chico simpático, educado, el doctor Rafael, que con las palabras más profesionales lo había informado cuidadosamente del fatal resultado que arrojaban sus últimos exámenes. Profesional y amable, intentó ser correcto y al mismo tiempo humano, pero se le notaba tanto el mal rato que estaba pasando que al final fue Tomás quien tuvo que consolarlo a él.
El viejo sonreía por la calle recordando la cara del doctor. Por lo visto, él era el primer paciente que se le moría y los dos terminaron riéndose cuando Tomás le dijo que no se preocupase, que le había comunicado con mucha habilidad su simpática sentencia de muerte, que no era culpa suya y que todos teníamos hora marcada con la muerte.
En la hora precisamente iba pensando mientras se alejaba de la clínica. Se había hecho tarde pero no quería dejar de ir al bar donde siempre entraba a tomarse algo desde aquel viernes hacía once años, cuando al volver del cementerio de enterrar a su mujer, pensó que sería muy difícil pasar su primera noche solo en casa.
Él había tenido muchas novias antes de conocer a Mercedes, pero para ella él fue el primer novio, el único. Se amaron como se aman las parejas que se aman y el día que la enterró estaba tan triste que pensó que tal vez nunca más sería capaz de volver a sonreír. Le fallaban las piernas al andar y por eso entró en aquel bar al que nunca había entrado.
La chica que lo atendió tenía la mirada triste y temblaba mientras le servía el pedido. Parecía preocupada y tenía ojos de haber llorado. Cuando ella le sonrió después de haberle soltado un inesperado "no quema", le devolvió la sonrisa tan fácilmente que él mismo se sorprendió.
Mercedes y él no habían tenido hijos y la chica tenía edad de haber podido ser una de sus hijas si hubiesen sido padres. Tomás salió del bar con las piernas más firmes, mucho más gracias a la sonrisa que a la bebida caliente y desde aquel viernes todos los viernes acudió como una cita a ver a la camarera.
Con los años descubrió que se llamaba Lola, que tenía dos hijos y que descansaba los martes. Fue al bar algunos martes sólo para sacarle informaciones al otro camarero y así se enteró de lo del ex, que le pegaba, de lo del hijo mayor tan complicado, de las dificultades y las conquistas de su querida Lola con quien nunca intercambió mas de ocho frases.
Acompañó año a año sus preocupaciones y aprendió a leer en su carita si las cosas estaban bien o más o menos, le vio las noches sin dormir cuando el hijo se metió con drogas y se las arregló para que el dueño del bar le hablase de una psicóloga estupenda que precisamente estaba especializada en temas de adolescentes con drogas y que no cobraría nada porque estaba haciendo un estudio para un libro que le habían encargado de una universidad americana.
Lo de la universidad se lo inventó Tomás y Lola se lo creyó porque estaba cansada de leer siempre por aquí y por allí la cantidad de asuntos sobre los que se investiga en esas universidades. Una vez, en el dentista, había visto las fotos de unas mujeres oliendo axilas de hombres para que el estudio demostrase que a las mujeres les gusta como huelen los hombres, así que le pareció normal que otro estudio estuviese interesado en "adolescentes problemáticos de Soria", que fue el nombre improvisado con el que Tomás, que jamás le había puesto título a nada, bautizó al cable que le echó a Lola.
El chico mejoró para alegría de todos, especialmente del viejo, que pagaba el tratamiento discretamente sin que nadie lo sospechase, y él empeoró de todas sus enfermedades sin que nadie lo supiera mientras elaboraba otro plan rocambolesco al que había titulado "Cásate con Lola y déjaselo todo".
Él no tenía familia, pero tenía dos casas, la de Soria y la de la playa, un dinerito guardado y la paga que le quedaría a Lola si aceptaba casarse con él. Aunque el plan tenía cinco años, él había preferido esperar a estar seguro de que se iba a morir pronto para no enredar a Lola en más problemas de los que ya había enfrentado. La conversación de hoy con el médico le había hecho ver la urgencia de acelerar la boda y quería dejarlo todo resuelto cuanto antes.
Cuando entró en el bar, cansado y con frío estaba un poco preocupado con la manera de abordar el asunto. Lola estaba en ese momento terminando de pasar un paño en una de las mesas del fondo, y cuando lo vio parado en el quicio de la puerta, dejó su frialdad profesional para salir apresurada a su encuentro, quería decirle que había estado preocupada, preguntarle porqué se había atrasado, incluso regañarle.
Cualquiera de esas frases era tan inapropiada que cuando llegó delante de él se le atascaron todas. Parados los dos frente a frente cada uno con tantas cosas que decir y sin saber como hacerlo fue ella la que lo arregló todo con un gesto mucho mas inadecuado que cualquier frase.
Se acercó a él y lo abrazó como se abrazan las personas que se quieren. Él aceptó su abrazo con naturalidad, hacía años que no era abrazado así y los dos se fundieron uno en el otro con los ojos cerrados y el corazón abierto.
Ajenos a todo lo que no fuera ellos.
Los pocos clientes que quedaban, el otro camarero y el dueño del bar miraban en silencio y todos escucharon cuando Tomás abrazado a Lola, dijo bajito:
- Cásate conmigo
Y ella respondió
- Nunca me he casado.
Él apretó el abrazo y con dulzura le pasó por primera vez la mano por el pelo mientras susurraba para que sólo ella lo escuchase:
- Déjame ser el primero.
Isabel Salas