Años y años con el
pensamiento amarrado a la misma pregunta habían desgastado su cerebro y
lo habían incapacitado para pensar correctamente.
Ella lo sabía.
Ella lo sabía.
Sus habilidades intelectuales habían ido menguando conforme el tiempo pasaba y nada se resolvía. No llegaban noticias. El mundo siguió su curso indiferente a su angustia y a su pena y ella en respuesta también se volvió indiferente al mundo.
Ni vivo ni muerto.
Ni sí, ni no.
Robado, llevado. Desaparecido, arrancado de cuajo.
Desde el día que se lo llevaron se había ido muriendo un poquito cada
día roída por los sentimientos mas malos que puede albergar el corazón
de un ser humano, miedo, angustia, dolor y duda. Por separado habrían
sido terribles, pero juntos se entrelazaron en un nudo que le fue
apretando las venas, la garganta, los ojos y el alma entera hasta que se
quedó prisionera y ya no se pudo salir de aquella espiral de tormento.
Su niño.
Su luz, su cielo.
Se lo llevaron.
Alguien cuyo rostro ella no conseguía imaginar, hombre, mujer,
monstruo... se llevó a su hijo de 6 años, y ahora casi cuarenta años después,
con sus sesenta y ocho cumplidos, ella se sentó en su butaca a terminar
de morirse. Se acomodó tranquilamente a esperar el ultimo aliento
mientras se llenaba de una serenidad inédita después de tantos años de
sufrimiento extremo. Por su cabeza dañada, que ya no sabía pensar en otra cosa, por un momento pasó el resumen de su vida.
Tuvo lucidez para reconocer en esas imágenes, las famosas diapositivas
que había escuchado que el cerebro dispara unos minutos antes de
apagarse para que te vayas bien consciente de tu vida. Bien jodido. Le hizo gracia pues siempre imaginó que esa historia de las diapositivas
era una soberana estupidez, como lo del ángel de la guarda o el
ratoncito Pérez.
Se vio niña, jugando con sus hermanos en el
patio del almacén de su padre. Mocita, esperando a su primer novio para
darse unos besos escondidos de todos. Enamorada y casada con sus
diecisiete y después pariendo. Sus tres partos, tres dolores
diferentes que le trajeron sus tres hijos igualmente amados, primero su
niña, la mayor, la mujer que al hacerse grande le dio el apoyo necesario
para no desplomarse camino de su locura interior.
Ella le dio nietos, le dio besos, le dio el amor de hija buena y la comprensión de su pena. Pena en cierto modo compartida, pues quien robó su hijito también le
había robado el hermano adorado a aquella nena dulce que tardó años y
años en volver a sonreír.
Seguido de la niña nació el primer
hijo hombre, que fiesta en la familia, que orgullo para el padre, que
momento feliz. Ese niño dulce que con los años se hizo policía y que
había dedicado su vida a perseguir pederastas y otros hijos de puta. No se quiso casar y siempre evitó tener hijos. Sólo de pensar que alguien se llevaba a su hijo como se habían llevado a su hermano hacía que se le llenara la boca de sangre.
Y por fin el Keko, el peor de los tres partos, el que más le costó
echar al mundo. Su niño chico que venía a completar la alegría de todos,
la de la hermana que lo veía como un muñeco vivo y fue quien le cambió
el nombre por aquel apodo. La del hermano, que desde el primer día le
metía carritos en la cuna, bolas y lagartijas para acelerarle el
crecimiento y que pronto pudiese jugar con él.
La del padre, que lo
miraba y no podía esconder una sonrisa al ver en el bebé una copia del
abuelo al que tanto había querido y que ya no estaba allí para disfrutar
de aquel biznieto de venía con su cara. Y la de ella, que lo quiso
desde el momento de la primera falta y que al tenerlo en brazos por
primera vez lo llenó de besos de bienvenida casi avergonzada de aquel
amor excesivo por el bebé que acababa de llegar.
La siguiente diapositiva ella saliendo de los veintidós y entrando en los veintitrés con sus tres hijos y una vida por delante para
verlos crecer y hacerse hombres. El marido a ratos bueno, a ratos
regular, pero un hombre que no dejaba faltar nada en casa y que por
encima de todo compartía con ella la pasión por los tres hijos y el afán
por sus cuidados.
Todo iba a bien hasta que un día cuando fue a
llamar a los niños para que entrasen a merendar, entraron los dos
mayores y el chico no. Salieron a buscarlo y no estaba. Al
principio sin pánico, pensando que se hubiera escondido para jugar...
que se hubiera dormido, que se hubiera ido a casa del primo, que se
hubiera ido con el padre.. y así fueron descartando hipótesis hasta que
comprendieron que alguien se lo había llevado.
Llevarse un niño es llevarse la vida de una familia entera.
Es un acto tan vil que lo modifica todo de una manera tan intensa que nunca más las personas se recuperan de ese dolor. Ella se fue transformando en otra persona, perdió la fe en todo, la
esperanza, la caridad, perdió las ganas de reír, las ganas de comer, las
de dormir y las de vivir.
Todas las ganas de todo.
Su
concepción del bien y del mal había ido cambiando conforme ella se
volvía de esponja por dentro. Había llegado a sentir envidia de las
madres a las que se le moría un hijo por enfermedad o por accidente pues
por muy duro que fuera llorar esa perdida, al menos ellas tenían un
cuerpo muerto al que enterrar. Podían escoger una caja, meterlo dentro,
velarlo, llorarlo, blasfemar, insultar al destino y después llorar su
tristeza el resto de la vida. Una tristeza bonita en cierto
modo porque al lado del dolor por la perdida estaba la seguridad de
saber que el sufrimiento del ser amado había cesado.
En su caso no fue así. No sabía qué destino había corrido su hijo, que crueldades podrían haberle infligido, que manos lo agarraron y con qué fin.
Ya no había más diapositivas, o todas era igualmente negras.
Una noche perpetua de dolor eterno. Estaba sentada en paz, sintiendo el alivio adelantado que sería para ella la liberación de la muerte. Por un segundo imaginó si sería verdad que había otra vida después de
la muerte, y fue en ese momento que le volvió la Fe de pronto y rezó con
mas fervor que nunca pidiendo una única gracia.
Pidió
compasión a aquel Dios sádico que había permitido que alguien se llevase
a su hijo y le pidió por favor que no la dejase vivir una vida eterna
en aquel tormento. Ella quería apagarse para siempre y dejar de sufrir. Un descanso perpetuo de verdad, sin conciencia y sin recuerdos.
Con esa esperanza soltó su último aire y dejó de respirar.