A lo largo de mi infancia tuvimos varios animales en casa: perros, un hámster, una perdiz, tortugas, algunos palomos y un par de canarios. Los perros tuvieron nombres: Tany, Travolta, Kuiper y Chiqui.
Esta última, con los años, acabó quemando la sala cuando arrastró la manta de la mesa camilla para arrimarse a la estufa que había en el centro. El fuego se extendió y terminaron ardiendo hasta los muebles antiguos de mi bisabuela Anita. Pero esa historia será para otro día. Los demás animales creo que se quedaron sin nombre o al menos no recuerdo si llegaron a tenerlo.
Uno de los que se quedó sin bautizar fue un canario que debió estar por la casa más o menos cuando yo tenía entre diez y doce años y es de él de quien quiero escribir hoy. Aparentemente no tenía nada de especial. Hacía las mismas cosas que todos los canarios enjaulados. Se ponía muy contento cuando alguien le metía una hoja de lechuga o un pedazo de manzana entre los barrotes y se bañaba en el agua de una tapadera de Nescafé que le servía de bañerita. Se metía dentro y alborotaba salpicando agua para todos lados.
A mí me gustaba mirarlo.
Ver lo que hacía.
Algunas veces colocaba mi dedo sudado en el recipiente de alpiste y dejaba que se le pegaran unos granitos. Después lo introducía entre los barrotes y él venía a picotearlo casi sin rozarme la piel. Tan delicado. Tan suave. Sin miedo de mi mano grande ... y yo espero que sin rencor.
Nunca supe si en su cabeza chiquita de canario hubo alguna vez un tiempo para el odio de verse enjaulado. En mi cabeza de niña tampoco había espacio para esas consideraciones filosóficas en aquel momento. Yo me crié viendo a Félix Rodriguez explicando como los lobos y los buitres leonados pasaban frío y hambre en la estepa castellana y mi canario me parecía feliz. Especialmente cuando me contaron en el colegio una cosa horrorosa sobre canarios y comparé la suerte de otros canarios con la de él. Fueron unas niñas que estudiaban conmigo en las Recoletas las que me lo dijeron. Estaban comentando que allí cerca del colegio había un hombre que tenía un taller de alguna cosa y lo tenía lleno de jaulitas con canarios, jilgueros y otros pájaros. Puse atención, porque sabía cuál era el local al que se referían, y realmente estaba lleno de jaulas minúsculas con sus aves dentro.
Siempre pasaba rápido por la puerta de aquel hombre porque me desagradaba ver tanto pájaro apretado. Demasiado pequeñas las jaulas, así como más tarde me han parecido demasiado pequeñas también esas peceras crueles las que se mantienen los peces zeta, que simplemente se quedan flotando allí en suspensión. Sin poder nadar. Como un huevo duro mirando al frente.
El caso es que a las niñas lo que de verdad las había dejado impactadas es que alguien les había dicho que aquel hombre les quemaba los ojos a los canarios para que cantasen más. Les quemaba los ojitos con la punta de un alambre caliente y por eso cantaban tanto. Porque estaban aburridos. O desesperados.
O algo.
Nunca supe si realmente era cierta aquella barbaridad, o fue la primera leyenda urbana que me colaron, como la de la chica en la curva o los secuestros de turistas para sacarles los órganos. Esos que después son arrojados vivos a los aparcamientos de los centros comerciales con una costura mal hecha en un costado y un riñón menos. Realmente jamás comprobé si aquel hombre, de verdad, les quemaba los ojos a aquellos infelices porque a partir de ese día evité pasar por su calle y si necesitaba pasar, lo hacía corriendo y mirando al suelo.
Nunca le pregunté a un adulto, nunca lo contrasté, como hacen los periodistas de prensa rosa. Me traumaticé y ya está. Me quedó una duda tremenda de si el canto de los canarios en las jaulas era de desesperación o de alegría. Sentía vértigo cuando intentaba descubrir si lo que los humanos interpretamos como canción en realidad es un llanto. Más tarde aprendí que su canto tiene algo que ver con los cortejos nupciales pero en aquel momento me angustiaba mucho pensar que el ruido de los canarios eran gritos de desesperación. Hasta que mi mente infantil encontró una manera de sosegarse: mi canario veía estupendamente y cantaba, luego su canto era feliz. Y con ese placebo dogmático me consolé.
El mío estaba contento. Mi certeza de que todo estaba bien con nuestro canario sólo me abandonaba por unos instantes, cuando mi madre se ponía a coser con su máquina. Ella tenía una de manivela, otra de pedal y otra eléctrica. Cada una tenía su ruido, a cada una, ella le imprimía un ritmo diferente y las usaba para diferentes fines costuriles, pero todas, sin importar si estaban cosiendo camisas o trapos para limpiar, estimulaban al canario a cantar.
Él empezaba justo después que mi madre.
Se unían los dos cantos y parecía un concurso.
A ver quién lo hacía más alto.
Más rápido.
Más fuerte.
Más intenso...
Hasta el techo.
Hacia el cielo...
Hasta el sol.
Hasta el sol.
Ya sabéis como son las máquinas de coser. Cuando la costurera coge una recta y domina el asunto como mi madre lo hacía, la máquina se embala y parece que está subiendo una montaña. El barullo es como el de un instrumento musical que acelera o aminora dependiendo del comando de quien cose y el canario se unía a aquel ruido con una pasión y una determinación que asustaban.
Intentando cantar más alto. Imponiéndose. Ignorando la lechuga o la bañerita, se acomodaba y adoptaba una actitud marcial. Guerrera. De valiente bien plantado. Y cantaba.
Cantaba y cantaba y parecía que le iban a reventar los pulmones. Yo me quedaba allí. Quieta. Espectadora de la sincronización entre la música que mi madre hacía y la que el canario le devolvía. A veces deseando que mi madre parase por miedo a que el pájaro cayese muerto del esfuerzo. Aliviada cuando ella descansaba un momento para acomodar la tela. Otras, deseando que la sábana fuese grande y mantuviese aquel ritmo perfecto que me dejaba alucinada escuchándolos a los dos. A mi madre a través de su costura y al canario que se unía a aquella fiesta casera de músicas domésticas para demostrarme que no hay que estar ciego para cantar. Todavía puedo escucharlos.
Muchas veces he visto personas enfrentando complicaciones de la vida, enfermedades de hijos, desempleo o desesperación. Las he visto callarse, derrotadas y sin fuerzas. Pero también he visto otras que se plantan delante del ruido que la vida les hace y cantan más alto. Se empinan, se inspiran.
Y cantan.
Más rápido.
Más fuerte.
Más intenso...
Hasta el techo.
Hacia el cielo.
Hasta el sol.
Se niegan a que el ruido las aturda y cuanto más complicado es todo, más fuerte cantan. Cada una a su manera. Todas admirables. Y es a esas personas a quienes yo dedico estas páginas. A las que se olvidan de las lechugas y aceptan el desafío de cantar con la máquina de coser.
Enfrentando la vida como canarios.