Mi hija de ocho años se echa las manos a la cabeza al explicarle que cuando yo era pequeña, la tele era en blanco y negro.
Se ríe cuando le cuento que yo, acostumbrada a ver Bill Cosby de
aquella manera, me crié pensando que los negros eran grises y que me
llevé una gran sorpresa cuando descubrí que no. Que cuando llegó la tele en color fuimos a ver un programa de animales que se llamaba "El hombre y la tierra" a casa de un amigo de mi padre porque nosotros aún no la teníamos, y a seguir le hago un relato de los comentarios de las madres, la admiración de
los padres y la unanimidad general al comprobar lo verde que se veían
los árboles.
Se descojona.
A ella, como a todos los niños actuales,
le divierten las anécdotas y las tonterías que le narro de mi infancia
pre-tecnológica. Me gusta divertirla con historietas y trato de
explicarle como era la vida antes del móvil, la tableta, Internet, el Youtube o las teles de plasma. Y ahí está el punto al que voy.
Las teles ahora vienen preparadas para 3D, y si tienes una de esas y te
colocas las gafas de cartón con dos plásticos de colores, pues puedes
ver las llamas de los incendios y casi tocar el culo de las cebras
corriendo del león.
Todo eso es muy divertido, pero nada comparado con
el desafío de ver la tele a través de una hoja de papel de celofán azul.
Si, eso mismo. Si no tuviste la suerte de pasar por esa experiencia no
puedes imaginarte como es, pero te lo voy a explicar ahora mismo. En mi
familia esa novedad fue introducida por mi abuela materna. De dónde ella
sacó la inspiración para tal artimaña o en que fundamento científico
estaba basado el acto en sí, yo nunca lo supe y si me enteré, se me ha
olvidado con otros traumas.
El caso es que cuando yo tenía más o
menos seis o siete años, un día apareció de pronto delante de la
pantalla del televisor una hoja de papel celofán azul que no se caía
porque estaba estratégicamente pisada con una virgen de Fátima y una
familia de elefantes que iba de mayor a menor en fila cumpliendo la
misión gloriosa de mantenerla en su lugar. Recuerdo que mi abuela dijo que era para proteger la vista y nadie lo discutió. Allí se quedó la hoja no recuerdo cuanto tiempo, si fueron meses o años.
Desde luego.
La cosa es que en casa de otras personas nadie puso la hoja protectora y
yo siempre tan consecuente llegué a la única conclusión lógica: la tele
de mi abuela era peligrosa para la vista, las otras no. Ni se me pasó por la cabeza que aquello fuera un error de mi abuela.
Piensa en una niña que amase a su abuela, esa era yo.
Ella se llamaba Mari Tere, nos contaba historias, nos amaba, nos hacía
flanes maravillosos que se deshacían en la boca y sobre todo, y hablo
por mí, me hacía sentir la nieta más especial del mundo. Si ella decía que mirar la tele sin el papel celofán era malo para la vista pues se miraba la tele a través de él y ya está. Yo era feliz en mi mundo sin dudas y la verdad es que mis ojos han
sufrido mucho más a lo largo de los años con cosas mucho mas graves. Y sin celofanes azules o de cualquier color que mitigaran los efectos devastadores de tantos desmanes.
Hace
unos días comentando con un amigo lo increíble que son las nuevas teles
3D me vino a la cabeza aquella imagen de la tele de mi abuela y pensé
que por poco no inventa ella sola y cuarenta años antes esa gran
novedad.
Sólo le faltó la hoja roja.
Uno de mis amores más bonitos.
Amor de abuela, amor de nieta.
Por eso, para hablar de ella...mejor por escrito, de lejos y sin celofanes. Cuando nadie me ve.
Isabel Salas
Isabel Salas
Del libro @El canario y la máquina de coser, 2015