La omisión y la mentira son primas hermanas. Van a las mismas fiestas, pero se sientan en mesas distintas. La mentira habla mucho. Inventa. Decora. Teje ficciones. Te dice que no pasó algo que sí pasó, o al contrario, que jura con los pies juntitos que sí pasó algo que jamás sucedió, y después se va a dormir tranquila pensando que engañar es un arte y ella una genia.
La omisión, en cambio, no dice nada. Se queda calladita, sabiendo que hay algo que debería contarse... pero elige no hacerlo. Se lava las manos del alma y sonríe como si nada mientras tú sigues caminando hacia el precipicio, ajeno al desastre que te espera.
Entonces, ¿cuál es más grave? Sin duda la mentira es más fácil de odiar. Es evidente. Es ruidosa. Cuando la notas sientes que te pasaron por encima con un camión de manipulación. Pero la omisión es más traicionera, porque parece inofensiva. Está disfrazada de pasividad, de "yo no hice nada", cuando en realidad hizo algo peor: te negó la posibilidad de elegir sabiendo.
Es como si alguien te dijera: “Te dejé en la oscuridad porque si te decía la verdad, no me divertiría igual”. Y eso... eso duele mucho más que tres camiones de mentiras. Porque no te mintieron en la cara, sino que te desarmaron por la espalda. La pregunta ¿cuál es peor? tiene de mi parte una respuesta tajante: la que más te quita libertad, la que te roba la oportunidad de elegir con las alternativas claras y los datos brillando a la luz del sol.
Omitir siempre es peor que mentir.
Isabel Salas