Mientras todo parece un decorado provisional nacido de la mente de un acumulador, el wifi es más estable cada día, pero la vida no.
Se ha convertido en el inventario poético de un universo emocional apagado, como si Disney se hubiese ido a vivir solo y sin calefacción a esa isla donde los famosos pasan hambre y nos divierten peleando por estupideces. Hay una épica tragedia contemporánea en nuestra alma confusa y a la RAE le da un colapso nervioso cada semana. En cada ojo. En los tres. En directo, mientras el fantasma de Sor Juana le acaricia el pelo y le dice: “shhh, déjalo fluir”.
Ya no hay dragones ni brujas. Las lagartijas presumen de ser las nietas de los dragones que no quemaron, y las actrices porno preparan ungüentos en sus calderos brujiles para aliviar los escozores. Buscan en sus brazos lunares estratégicos que les digan de qué linaje vienen, pero todos los lunares se asemejan y no parece tener mucho sentido indagar sobre esos detalles. Al fondo, el director grita que la próxima escena será sin condón.
El ministro de Hacienda también lo dijo ayer: ya no hay condones para todos, y las multas son una ruleta rusa. Todos podemos morir en cualquier momento, en cualquier semáforo. Cuando no llega el wifi, hay datos. ¡Qué alegría!
Solo la sospecha de haber elegido mal desde el principio le quita brillo a este fin de los tiempos tan bonito que nos toca vivir. Conozco a dos viejos cascarrabias que se pasan memes apocalípticos por WhatsApp. Los dos se alegran mucho de haber conocido la vida antes de internet, pero no comprenden que eso no se puede decir. Ofenden a los detectores de odio y eso no puede ser.
En la calle suena un canto de funeral con estructura de villancico demente, y algunos se empeñan en bailar porque son jóvenes y lo que el cuerpo pide es baile. La luz roja del semáforo ilumina los aros del malabarista. Los convierte en bocas de volcán, después la verde los transforma en pececitos de colores sin estanque. ¡Qué dura es la vida!
Los dos viejos ignoran que los comentarios sobre tiempos pasados se los guarda uno. Los demás estamos cada día más censados y censurados. Somos la imagen exacta del microfascismo cotidiano que nos vendieron como “responsabilidad cívica”. Los de la tercera edad ya están fuera de la ley. Los demás estamos dentro. Al fondo a la derecha. Bajando el escalón.¡Qué oscuro está! La luz no funciona.
“El fin de la humanidad” ya no suena épico. Ya no parece bíblico. Parece tan inminente como el fin de la guerra de Ucrania. Pero los mismos que sabotean la paz sabotean la alegría, el sol que nos alumbra y todo lo que se les cruce por delante.
En medio del Pacífico, una voz suena como una actualización de software que no se puede posponer. Por si acaso, alerta de tsunami. Todos atentos a ver hacia dónde corren los elefantes. Quien no tenga elefantes, que no se preocupe: puede mirar a los gatos. Los gatos son de poco correr hacia el monte. Si los ves largarse, vete con ellos.
“Decir la verdad” ya no es un acto heroico. Se ha convertido en una rutina agotadora. Los profetas de la nueva era fugaz tienen un trabajo muy mal pagado. Definitivamente no se puede vivir de los directos: los algoritmos te destrozan la esperanza.
Poca gente escribe para parecer lista. Alguna lo hace para no tener que morir antes de que cante el gallo. Estamos de acuerdo: el colapso no hay que explicarlo, pero podemos tratar de hacerlo más habitable.
Por ahora nadie nos impide respirar.