Hay noches en que es mejor no apagar la luz.
Son noches que nacen con malas inclinaciones y mantenerlas iluminadas neutraliza en cierto modo los poderes malignos que se desatan en esos momentos.
Son noches en que los violadores salen de sus casas andando despacio y las mujeres vuelven apresuradas a las suyas.
Los maridos violentos se preparan empezando a beber horas antes del anochecer. Fríamente van acabando las latas una tras otra mientras sus mujeres intentan acostar a los niños más temprano para que estén profundamente dormidos cuando empiecen los golpes.
Es difícil hacerlo porque ellos también saben ver las señales que alertan de la noche mala que se avecina. Tratan de mantenerse despiertos esperando que sus ojos sirvan de escudo cuando salgan a mirar al hombre que golpea a su madre.
Nunca funciona, pero lo intentan.
En esas noches, los mendigos que viven en las calles procuran rincones más escondidos y evitan quedarse solos, pues saben que pueden despertarse envueltos en llamas.
A la mujer que dormía en la esquina del Banco Central le pasó, y en noches como ésta, el viento vuelve a traer sus gritos desesperados. Pasa veloz acariciando los oídos de los otros vagabundos.
Rachas heladas que tocan seres desvalidos con una sola intención: mostrarles gentilmente como es el toque de la muerte en la carne viva.
En esas noches hay más silencio en cárceles y manicomios. Hay más luna y menos estrellas.
Son las noches de terror.
Inesperadas, inevitables.
Arrolladoras.
Cuando terminan, hay manos que escriben en los teclados los nombres de los tributos.
Sofía L. P., 16 años, violada y muerta en la calle Toledo.
Leandra S. M., 47, golpeada y muerta en su domicilio junto a tres menores, Pablo, Carlos y Mercedes, de 9, 8 y 5 años.
Sebastián H.J., 83, indigente, quemado y muerto mientras dormía en la esquina del Banco Central.
Definitivamente hay esquinas en las que es mejor no dormir en noches como esas.
Y si puedes, tampoco apagues la luz.
Isabel Salas