El tendero del barrio es un ladrón. Siempre que puede te roba en la cuenta,
en la vuelta, en el peso o en el precio.
Es como si Ramiro, que así se llama el tendero, estuviera viciado en robar y
todos entendiéramos que si no colaboramos acudiendo regularmente a su mostrador
a pagar el tributo, él podría morirse de síndrome de abstinencia o de la
decepción. Nos quedaríamos, entonces, sin ese bello local donde mágicamente
encuentras de todo o tal vez, (Dios no lo permita), aparecería otro cabrón, más
ladrón que él, a sustituirlo.
Y eso nadie lo desea, estamos acostumbrados a él.
Siempre es muy educado. Podríamos decir que es extremamente amable, y sin
ser servil, sabe cómo hacer que te sientas especial. Nos saluda a todos por el
nombre y nos pregunta como estamos, te dice cuando llega un pan menos correoso,
o un queso más sequito, tal y como recuerda que te gusta. Se acuerda de preguntarte por la tos de la semana pasada o por las notas de la niña, que
además de estar cada día más hermosa es muy buena alumna y un orgullo para la
familia.
Si eres mujer te galantea y te hace sentir bonita sin caer en la vulgaridad
o en el coqueteo, y si eres hombre te habla de fútbol o de marcas de cerveza y
te felicita por el excelente empleo de tu hijo en la capital.
Nadie comenta sobre el comportamiento deshonesto de Ramiro. Tal vez todos creamos que somos los únicos genios que nos hemos dado cuenta
de cómo nos roba, pero nadie se va a animar a decir nada. Ningún vecino va a
levantar la liebre por temor a que el
resto del barrio se ponga en su contra.
Somos conscientes de su alegría cuando nos consigue sisar unos chavitos. Llega a ser tierno. Nunca es mucho, pero cualquier poquito basta para dejarlo
feliz. Sospecho que esas pequeñas cantidades que nos roba a todos, las deposita
secretamente en algún lugar mágico donde algún Dios terrible le cambia ese dinero
sucio por años de vida o de salud para su próstata.
Sospecho también, que el silencio que guardamos en el barrio sobre el
asunto es igual al que se guarda en otros barrios respecto a otros comerciantes
ladrones y se debe a que intuimos que algo muy feo vive en nuestra ciudad.
Algo muy sucio y cruel que se alimenta de nuestras bajezas, de los
adulterios, los engaños, las envidias, los golpes en los niños, de los perros
quemados, de las calumnias y de tantas otras cosas horribles que hacemos los
habitantes de nuestra pequeña y linda ciudad.
Cosas mucho peores que robar en el cambio.
Preferimos que sean los tenderos de cada barrio, los sacerdotes encargados
de negociar con nuestro monstruo y por eso le sonreímos a Ramiro cuando nos agradece
aliviado, la nueva compra, nuestra última contribución a su noble causa.
Es allí, en su mostrador, donde pagamos por nuestros pecados.
Y en realidad, salen baratos.
Isabel Salas