Entre las más impactantes y conmovedoras formas de preservar la memoria de nuestros muertos ilustres, sin duda, se encuentra la tradición de las máscaras mortuorias, moldes del rostro de una persona fallecida que capturan, con exactitud casi perfecta, los rasgos últimos de quienes dejaron huella en la historia.
Estas máscaras no nacieron como arte por sí mismas, sino como herramientas de memoria. Ya en el Antiguo Egipto, los faraones eran enterrados con máscaras funerarias doradas, como la de Tutankamón que casi todos recordamos. Las máscara egipcias no eran moldeadas directamente sobre el rostro, pero sí representaban la trascendencia simbólica del difunto. Más adelante, en la Antigua Roma, practicaron la costumbre de conservar imagines maiorum, bustos de cera de los antepasados, usados en procesiones funerarias para honrar la genealogía.
Sin embargo, la técnica realista de la máscara mortuoria, realizada directamente sobre el rostro del difunto con yeso o cera, se popularizó en Europa a partir de la Edad Media, y alcanzó su auge durante los siglos XVIII y XIX, en pleno apogeo del pensamiento ilustrado, la ciencia anatómica y el arte neoclásico. Se usaban no solo como recuerdo, sino también como referencia para escultores y pintores, o incluso con fines médicos, antropológicos y científicos.
Entre las máscaras más célebres que se conservan están la de Dante Alighieri, cuyo rostro fue inmortalizado después de su muerte en 1321; la de Napoleón Bonaparte, moldeada poco después de su fallecimiento en 1821 en la isla de Santa Elena; y la de Ludwig van Beethoven, cuya máscara post mortem de 1827 refleja la profundidad de su semblante, marcada por la genialidad y el sufrimiento.
También figuran en este panteón inmóvil las máscaras de Friedrich Nietzsche, el filósofo del eterno retorno; la del poeta y grabador inglés William Blake, visionario del alma humana; o la de Blaise Pascal, matemático y pensador religioso. Incluso el rostro de María Antonieta, reina de Francia, fue preservado tras su ejecución mediante un molde realizado en secreto por la escultora Madame Tussaud, fundadora del célebre museo de cera.
En esta colección silenciosa también se encuentra Julio Verne, el padre de la ciencia ficción moderna. Tras su muerte el 24 de marzo de 1905, en la ciudad francesa de Amiens, el escultor Albert Roze, también oriundo de la región, fue el encargado de realizar su máscara mortuoria, capturando con precisión los rasgos del escritor que nos hizo viajar al centro de la Tierra, a la Luna y a lo largo de veinte mil leguas bajo el mar.
Dos años más tarde, en 1907, Roze creó una obra escultórica monumental para la tumba de Verne. La pieza, titulada “Vers l’immortalité et l’éternelle jeunesse” (Hacia la inmortalidad y la eterna juventud), representa al escritor emergiendo de su tumba, rompiendo la lápida con el torso desnudo y un brazo extendido hacia el cielo, como si rompiera la barrera entre la vida y la muerte o tal vez en su viaje entre el mundo material y el espiritual.
La escultura fue instalada en el Cimetière de la Madeleine, en Amiens, donde reposa Verne junto a su esposa Honorine. El monumento se convirtió rápidamente en un lugar de peregrinación literaria. La elección del título y la fuerza simbólica de la figura puede evocar para los cristianos la resurrección y para los no creyentes la inmortalidad de la obra literaria de Verne, pero definitivamente es una escultura impresionante que difícilmente nos deja indiferentes.
La tumba de Julio Verne, gracias a esta escultura deja de ser un simple lugar de descanso, para convertirse en una puerta abierta a la imaginación. Un recordatorio de que la muerte no es el final, sino el umbral hacia otra forma de presencia, en este caso, la que vive en las palabras, en los sueños, y en el rostro moldeado para no ser jamá olvidado.
Isabel Salas