Acumulo palabras deseando contártelo todo. Mis
novedades, las preocupaciones, los nuevos planes, las angustias del día a día y
de los días del futuro cuando los hijos no estén y la madre se haya ido.
Necesito explicártelo ahora porque tal vez en ese futuro tú tampoco estés y no
sé si podré aguantar. Confío en que si me explicas hoy como hacerlo, podré
recordar tus palabras y ser capaz. Quiero llegar y sentarme para decirte
lo mucho que me importas y lo esencial que eres. Comer contigo, cocinar para
ti, tocarnos en el sofá mientras me cuentas cosas de tu trabajo. Me imagino
allí, atenta a tus palabras, haciéndote comprender con mi actitud lo mucho que
te quiero y lo interesante que es todo lo que me cuentas.
También he pensado en la ropa que vestiré la próxima vez
que te vea, que perfume usaré. Planeo pintarme las uñas unas horas antes de
nuestro encuentro para que estén impecables pero secas, el pelo limpio, la
depilación perfecta.
Y llega el día, me dices ven mañana, tú puedes, yo puedo
y el universo gira y se expande como nunca, perfecto y flotante. Paso horas
impaciente, contenta, duermo mal pero me despierto bien y me levanto cansada
pero fuerte. Todo organizado. Llego a tu casa con mis palabras, mis planes, mis
angustias, mis uñas, mi ropa, mi pelo limpio, mi depilación y mis ganas de
cocinar. Y como siempre , mi ropa ni la miras y antes de darme
cuenta ya ni sé donde está, el peinado no dura ni un minuto en tus manos, las
palabras no salen, se esconden todas juntitas porque es hora de que otros
sonidos salgan por la boca, suspiros, sollozos y risas.
No comemos, nadie
cocina porque no hay tiempo, en esas pocas horas nos amamos y nos miramos. Ni
siquiera nos decimos si nos queremos.¿Para qué? Si no nos quisiéramos no
estaríamos allí.
En vez de contarme las cosas de tu trabajo en el sofá
antes de besarnos, me las cuentas en tu cama después de comernos vivos, con tu
mano en mi cabeza jugando con mi pelo y dejándolo más despeinado todavía.
Yo no te cuento nada, parece que necesitas hablar más que
yo, pero no me explicas nada extraordinario ni trascendental, me hablas de tus
compañeros de trabajo, de un programa que oíste en la radio y de tu abuela que
está vieja y cada día más canija. Yo lo escucho todo pero estoy atenta a tus
dedos, disfrutando anticipadamente cada vez que se mueven y tratando de
adivinar donde me vas a tocar, sin que eso me impida captar tu dolor por la
futura muerte de la abuela.
Se acaban nuestras horas y debo irme. Me miras mientras me
preparo. Sonríes. Me preguntas si quiero agua. Nos miramos más y reímos de
nuevo, varias veces. Nos duelen esos músculos olvidados que sólo se usan para
hacer amor y sabemos que mañana dolerán más porque siempre es así, nos duele,
pero nos gusta, entendemos que ese dolor es el regalo del cuerpo agradecido
después de unas horas de fiesta.
Al regresar me doy cuenta de que mis angustias por el
futuro, los miedos, los disgustos que deseaba compartir contigo en palabras ,
ya no están. Como siempre has neutralizado todos los males con tus besos
poderosos. Me siento en paz, feliz, amada, afortunada, brillante. Pienso que el
dolor del cuerpo es como analgésico para el dolor del alma y lo disfruto.
En el camino que me lleva a la parte de mi vida donde no
estás, voy empezando a acumular nuevos temas de conversación y otras palabras
para la próxima vez. Palabras que no saldrán de mi boca porque tú estarás
usando mi boca para otras cosas. Sé que no hablaré, pero que estar contigo es mejor que
hablar. Que eres la mejor terapia para mi.
Llego delante de mi casa llena de gratitud y de alegría,
antes de entrar aún quiero escucharte por última vez antes de sumergirme en lo
cotidiano. Atiendes el teléfono medio dormido y te pregunto:
- ¿ Te gustó el color de mis uñas?
Y me dices:
- ¿Pero tú tienes uñas?. No me había fijado.
Nos reímos de nuevo y entro en casa pensando que además
de besar muy bien, tienes el maravilloso poder de hacerme reír con cualquier
tontería y eso sí es imprescindible para que el universo flote ordenadamente.
Al menos el mío.