sábado, 25 de mayo de 2019

MIGUEL


Miguel era un viejo que vivía en la calle. Conforme se fue haciendo más viejo dejó de poder estar siempre en la calle y sólo vagabundeaba cuando hacía buen tiempo. Al llegar el frío dejaba que lo recogieran las monjas en el asilo y en cuanto el tiempo se caldeaba se escapaba a la calle otra vez. En el sur de España no hay muchos meses de frío, así que se pasaba la mayor parte del año deambulando por las calles de día y acurrucándose en cualquier sitio de noche con su montón de perros. Las monjas lo perseguían un poco los primeros días de cada nueva huida, pero desistían vencidas por la firme argumentación del viejo a favor de su libertad y su derecho de estar en la calle:

- Sor Fulana, tiene usted toda la razón del mundo, en el asilo se está mejor, y hay comida y limpieza, pero es que a mí no me sale de los cojones irme pa llá... ¿Comprende usted?

La Sor Fulana de turno se ponía como un tomate, se persignaba y,  moviendo la cabeza santamente, se retiraba aliviada de haber intentado cumplir su misión. Miguel la miraba irse pensando si aquella mujer habría tenido alguna vez un hombre que le tocara el culo con ganas, y se quedaba balanceando su cabeza con ese aire cachondo y sabio de los machos viejos.

Yo tenía siete años cuando lo conocí y diecisiete cuando se murió. Forma parte de mis recuerdos de infancia y como a todo le llega su hora, hoy ha llegado la hora de escribir sobre él. Nos hicimos amigos por una sencilla razón, a mi me gustaban los perros y él tenía muchos. También tenía una especie de carro casero, construido por él con ruedas de bicicleta de varios tamaños, que él mismo empujaba rodeado por los perros. Allí acarreaba los cartones y pedazos de cosas que se encontraba y con las que después trapicheba.
 
La primera vez que lo vi me dio mucha envidia que lo dejaran tener tantos perros, porque por aquella época yo todavía creía que todo tenía que pasar por la autorización materna para poder existir. Más tarde comprendí que a los viejos no hay que darles permiso para que hagan nada, primero porque están fuera de la ley y segundo porque ya no tienen madre. Así que de la envidia pasé a la simple admiración y en cierto modo a ser su amiga o como él decía, su comparsa.

Fue mi primer amigo adulto y me enseñó muchas cosas. Algunas las comprendí en aquellos años, otras sólo fui a entenderlas con el pasar del tiempo y al hacerlo me ha venido a los labios su nombre. He dicho su nombre bajito, con sonrisa, con cariño y añoranza y no he podido evitar algunas lágrimas al recordarlo tan canijo, tan hecho polvo y tan buena gente. Hoy vivimos una época de nubes negras donde a las niñas se las enseña a tener miedo de los viejos, porque pueden ser pederastas, o cosas peores, pero en aquel momento a mí nadie me enseñó a tener miedo y ni se me pasó por la cabeza que él fuese un peligro en ningún sentido.

Las primeras veces que lo encontraba en la calle nos parábamos a charlar. Me preguntaba si me sabía el nombre de sus perros y le hacía mucha gracia que yo los recitase tan de corrido y tan seria. Con los años en la escuela me enseñaron los nombres de los apóstoles y descubrí que se llamaban como los perros de Miguel. Recuerdo que se lo reproché entre risas y que me dijo que ningún nombre es tan malo que un perro no pueda llevarlo. Para demostrarlo le pusimos Caín a un galgüito color canela que nos encontramos días después en la Plaza de San Sebastián. Caín resultó ser más bueno que el pan.

Yo me fui haciendo grande y él se fue poniendo más viejo. En la adolescencia me iba con un grupo de chicas los sábados al asilo a echarle una mano a las monjas. Hacíamos varias cosas, leerles a los viejos cartas de los hijos, cortarles las uñas, darles de comer porque algunos no podían ni levantar la mano con sus temblores o simplemente hablar con ellos. Cuando Miguel estaba allí se ponía huraño, poco comunicativo, arisco. Solo mi promesa de que les llevaría pan a los perros lo calmaba un poco. Le prometía que los buscaría y él me decía que estaban todos cerca, escondidos a los alrededores del asilo , esperándolo. Me decía, " Llámalos, a ti te conocen y saldrán. Dales algo de comer y hazles un cariño. Si no tienes pan para llevarles no te apures, ellos se buscan la vida, pero por lo menos ve a hacerles un cariño."

Así que muchos sábados me dediqué a gritar el nombre de los apóstoles por unos terrenos que había cruzando la calle detrás de una gasolinera y cuando los perros salían pues les quitaba unos cuantas garrapatas y les hablaba un poquito. Algunos me seguían varias calles pero después volvían a los alrededores del asilo a esperar a Miguel. Nuestra amistad fue una amistad secreta en cierto modo, porque aunque en ningún momento sentí la necesidad de ocultarla, tampoco sentía ganas de hablar de ella. Cuando empecé a andar con un noviete Miguel me dijo un día que parecía un buen chico, de familia trabajadora y tal pero que mejor evitar presentaciones para evitar explicaciones. Me pareció bien y así lo hice. Tuvimos muchos momentos bonitos, como cuando leí el cuento del Piyayo en la biblioteca y arranqué la hoja para regalársela , creo que fue mi primer crimen, o cuando le regalé una tableta de turrón sin acordarme que le quedaban cuatro dientes y el me dijo que iba a calzar la pata coja de la cama del asilo con aquella piedra incomestible.

Una vez me regaló una virgen de Fátima que brillaba en lo oscuro, me dijo que la había encontrado en una basura de la calle Merecillas y que me daría suerte si me dormía mirándola fijo. Cuando le dije que yo sentía que me ponía bizca al mirarla se descojonó porque creo que él no esperaba que yo intentase seguir aquellas instrucciones absurdas para atraer la buena ventura e imaginarme bizca convocando la suerte a través de aquel plástico fue demasiado para él.

Pero de todos los momentos los que recuerdo con más cariño son los que pasé montada en su carro. Si lo encontraba fuera del centro él me decía, sube, te llevo y yo me acomodaba entre aquellas cosas que él llevaba y me agarraba mientras él empujaba, después él me decía, venga valiente, sin manos, y yo me soltaba y trataba de mantenerme en equilibrio mirando al frente sin sujetarme. A los dos nos daba risa, los perros se alborotaban con aquella extravagancia y se ponían a ladrar como locos. Cuando el barullo era exagerado, él me decía que me bajara y yo saltaba al suelo sintiéndome tan viva y tan feliz como si hubiese saltado de un avión con un paracaídas. Era como un surf urbano en el asfalto , donde la tabla era el carrito de Miguel, él era la ola y los perros la espuma. Yo ni pensaba si era conveniente o qué podría pensar alguien que nos viera. Me gustaba aquella invitación y la acepté hasta los once años más o menos, cuando él decidió que yo era demasiado grande y podría caerme. Tal vez estaba demasiado pesada para sus músculos encanijados o le pareció que una mocita no debía hacer esas cosas. Tampoco aprobó mis primeros zapatos de tacón, me dijo que dejara la prisa por hacerme grande, que los tacones podían esperar, pero no le hice caso y lo evité unas semanas porque me enfadó su critica.

No sé que me hizo hoy recordarlo. Tal vez hay momentos especiales en los que necesitamos que un recuerdo perfecto y grato nos ilumine por dentro para reconocernos y estar seguros de quién somos. Y una parte de mí sin duda querría poder volver a ser por unos minutos aquella niña que tenía un amigo que la paseaba en su carro, risueña y sin miedo, escoltada por los ladridos de los apóstoles.

Isabel Salas