sábado, 2 de septiembre de 2023

LA NAVE Y EL PLANETA



Ella tenía casi todas las respuestas para las demandas de él. Quiso explicarle con mucha educación  que veía inviable la transformación de la amistad en amor, la edad, las circunstancias, la distancia, los daños acumulados y tantos detallitos que claramente él no veía pero que ella le desmenuzó uno a uno mientras él escuchaba.

Confesó sin vergüenza su miedo de amar. Un miedo muy grande de dejarlo entrar en su corazón y casi rogando le propuso jugar sin quemarse. Amarse un poquito tal vez, un amor juguete, de sí pero no, de evitar el dolor y que al mismo tiempo sirviese para sentir el gusto de los besos sin ensuciar los labios con mentiras ni excusas. 

Le explicó que él, caballerosamente,  debía colaborar y evitar que ella se enamorase, que no debía ser demasiado cariñoso ni galante, ni demasiado atrevido y nunca jamás permitir que el  poquito de amor creciese más que un granito de arroz.

Aliviada por haber sido tan sincera y haberse explicado tan bien, sonrió con valentía mientras él escuchaba y quiso rematar poniendo un buen ejemplo para que él entendiese bien la situación. Animada por lo acertadas que estaban saliendo todas sus palabras hasta el momento, dejó volar la imaginación y en pocos segundos encontró la metáfora perfecta y explicó que ella era como una nave espacial, pero una nave dañada,  con el tren de aterrizaje antiguo que no encajaría jamás en los anclajes de las modernas estaciones espaciales.

En algún lugar  había leído que para facilitarle a las naves de cualquier nacionalidad, poder aterrizar en cualquier estación espacial, en caso de necesidad o emergencia, los países se habían reunido y habían acordado padronizar los anclajes de aterrizaje. Así garantizaban la seguridad de todos los habitantes del espacio, fuesen trabajadores de las estaciones o  tripulantes de las naves.

Él la escuchaba en silencio.
En principio no tenía nada contra las estaciones espaciales ni los acuerdos internacionales sobre aterrizajes de emergencia, pero realmente era asombroso hacia donde ella había llevado la conversación. Todo aquel discurso para concluir  que el anclaje de su nave estaba fuera de padrón y por eso no podría aterrizar nunca en su estación ni en ninguna, era una nave errante condenada a vagar eternamente por el espacio interestelar del desamor. 

Éste, y no otro, era el motivo principal de no poder  amarlo y por supuesto no debían ni intentarlo. Tal vez era por eso que la amaba un poquito, por esas cosas tan absurdamente gráficas, tan fuera de lo común, que le producían risa y ternura al mismo tiempo. Por su vena dramática y su pasión poética al defender teorías estrambóticas como aquella, mientras trataba de justificar el miedo de resultar herida en caso de enamoro.

Lo miraba tan contenta después de terminar su ejemplo, que él se vio obligado a escoger con el máximo cuidado  las palabras precisas para responderle con su voz más dulce:

- Tú estás  en  mi planeta desde que te conocí.

Isabel Salas