En el cajón de la memoria donde se guardan cosas que merece la pena recordar, tengo guardados algunos besos.
Besos de cine, dados en la sala oscura acompañados de manos adolescentes, curiosas y exploradoras de rincones nuevos. Besos llenos de dedos y deseos que recorrían cuerpos jóvenes plantando banderitas de luna.
Tengo otros de despedida, tristes, desesperados, llenos de lágrimas de adiós que aún me queman en la garganta al lado de los besos de bienvenida con olor a carretera y noticias de la vida que vive el ser amado sin estar con nosotros.
Hay algunos preciosos, de noches de pasión y otros de almohada, ensayando caricias que nunca sucedieron y que sólo vivían en las ansias de mi corazón.
Mirando mi cajón de besos, me siento afortunada, pues tengo muchos y casi todos me dibujan sonrisas al recordarlos. Y hay uno, allí al fondo, escondidito, único, irrepetible, que me diste tú. De pie, en una tarde helada, cerca de la calle Elvira, en Granada, un beso con nombre y apellidos: los tuyos.
El beso más inesperado de mi vida, el menos explicado y, no lo dudes, uno de los preferidos. Dices que has comprado mis libros y que has buscado ese beso escondido en algún poema o en algún trocito de relato, que te quedaste triste al ver el brillo de su ausencia y que dudaste si decírmelo o no.
Me alegra que lo hicieras, así puedo decirte que nunca lo olvidé, y que me acuerdo de todos los detalles; tu chaqueta acolchada, tus botas, las luces reflejadas en los charcos, tu manera graciosa de sujetar mi rostro con tu mano dentro de la manopla, el olor del frío y mis ojos cerrados mientras me besabas.
Puedo decirte ahora, ya que sacaste el tema, que tu beso fue una flor rodeada de agua, un nenúfar salpicado de lluvia y que nunca, jamás, pude ver uno, después de aquel beso, sin pensar en ti.