martes, 30 de marzo de 2021

PROSA Y POESÍA: ¿CÓMO NOS HACEN SENTIR?



La prosa y la poesía son dos formas de escribir que se relacionan con nuestras emociones de manera distinta. Cuando leemos prosa, como las obras de Stephen King o Frederick Forsyth, nos transportamos a otros mundos, pero primero a través del entendimiento racional. En sus novelas, cada palabra está cuidadosamente elegida para construir una imagen clara y detallada en nuestra mente. Nos adentramos en la atmósfera poco a poco: cada descripción, cada diálogo nos orienta y nos prepara para lo que va a suceder. La emoción surge después de que nuestro cerebro haya decodificado toda la información. Es como si el autor nos llevara de la mano a través de un paisaje, mostrándonos lo que él quiere que veamos antes de que podamos sentir miedo, tensión o alegría.

Piensa en un relato de Stephen King. Cuando describe una calle vacía y silenciosa en la oscuridad de la noche, nuestro cerebro sabe que algo va a pasar. Empezamos a detectar los elementos que nos indican peligro: la ausencia de ruido, la sombra que parece moverse, el crujido distante de unas ramas. Primero procesamos la escena en la mente y, solo después de entender lo que podría estar sucediendo, aparece el miedo. Sentimos la tensión porque entendemos que el personaje se encuentra en peligro. Nuestro corazón late más rápido, pero es una reacción a lo que el cerebro ya ha deducido. King usa la prosa para sembrar pistas y crear un ambiente que nuestra mente traduce en terror.

Lo mismo sucede con autores como Frederick Forsyth. En El día del Chacal, Forsyth construye la tensión poco a poco, a medida que nos va revelando cada detalle del plan del asesino. Sabemos que algo va a pasar y, mientras nuestra mente sigue cada movimiento del protagonista, la emoción crece en el fondo. La adrenalina no surge de inmediato, sino después de haber comprendido las intenciones del personaje y los obstáculos que enfrenta. La prosa aquí actúa como un mapa: nos muestra dónde estamos y hacia dónde vamos, antes de que lleguemos a la emoción.

Pero la poesía no funciona así. Cuando leemos un poema, las palabras no se esfuerzan en guiarnos por una secuencia lógica ni necesitan explicar cada imagen que evocan. Desde el primer verso, la emoción se instala en nosotros sin pedir permiso. No es necesario saber a quién se refiere o qué sucedió antes. La sensación de vacío, de pérdida o de amor desbordado simplemente surge, como si el poema hablara en un idioma que nuestro corazón ya conoce, pero que nuestra mente aún no alcanza a comprender. No necesitamos conocer la historia completa para sentir la profundidad de un dolor o la inmensidad de un deseo. La poesía no nos describe situaciones; nos arroja a ellas de golpe, dejándonos envueltos en un torbellino de sensaciones.

Sucede porque la poesía utiliza las imágenes de una forma que no busca contextualizar ni detallar. Frases que mencionan el olor del café o el perfume de las rosas pueden transportarnos a momentos específicos de nuestra vida sin dar explicaciones. Esas palabras despiertan en nosotros recuerdos que parecían olvidados, sensaciones que creíamos dormidas. De repente, un simple verso puede evocar un lugar, una espera o incluso el dolor de una despedida. La poesía tiene el poder de tomar lo cotidiano y transformarlo en un disparador emocional, colocándonos en un estado donde todo es sentido antes de ser pensado.

A veces, un poema nos expone a realidades crudas, arrojándonos imágenes que no pretenden suavizar el impacto. Con muy pocas palabras, puede trazar el retrato completo de una vida marcada por el dolor, la desesperanza o la lucha constante. No necesita largas explicaciones para que sintamos el peso de esa existencia. Nos enfrenta a lo que es, sin adornos, y ese golpe nos obliga a reaccionar. La prosa, por su parte, habría necesitado construir con detalles minuciosos el contexto, la historia detrás de cada personaje y cada situación. La poesía, en cambio, comprime toda esa complejidad en unos pocos versos, transmitiéndonos todo en una explosión de significado.

La poesía también es capaz de capturar la intensidad de las emociones sin recurrir a explicaciones. Desde el primer verso, ya sentimos la lucha interna de quien quiere amar con todo su ser, pero al mismo tiempo teme perderlo todo. Un solo verso es suficiente para crear la sensación de estar en guerra con uno mismo, deseando con todas las fuerzas y, a la vez, sabiendo que ese deseo podría desgarrarlo todo. La prosa tardaría párrafos enteros en construir esa tensión interna, explorando cada detalle, cada contradicción del alma, pero la poesía lo hace en un instante, con una economía de palabras que sorprende por su precisión.

Además, la poesía tiene la capacidad de jugar con el tiempo y el espacio sin que el lector se pierda en la narrativa. Un poema puede hablar del regreso de un deseo o del renacimiento de un amor que creíamos extinto, y no necesitamos saber cuánto tiempo ha pasado ni qué ocurrió en el medio. La emoción se activa de inmediato, como un destello que ilumina de golpe el pasado y el presente. La prosa requeriría un recorrido detallado por esos eventos, mostrándonos cómo el protagonista cambió a lo largo de los años hasta volver a sentir lo mismo. La poesía, en cambio, elimina la necesidad de esas explicaciones y nos lanza directamente a la intensidad de ese sentimiento.

En resumen, la prosa construye un puente paso a paso: primero llegamos a un entendimiento racional y luego sentimos. Nos traslada a otros mundos a través de la lógica, y solo después nos entrega la emoción como una recompensa final. La poesía, en cambio, entra de lleno en el corazón y activa nuestros recuerdos, sensaciones y deseos con la fuerza de un impacto directo. No nos da tiempo de entender; simplemente nos transforma, nos cura y nos hace mejores con su magia.

 

Isabel Salas

domingo, 21 de marzo de 2021

TAN ASÍ


Hay una luna absurda hoy, casi llena, casi redonda.

Parece una monedita antigua que un niño  antiguo sujetó mientras caminaba recorriendo la muralla china, por el lado de fuera, y la desgastó, restregándola contra ella. Así deformada parece abollada, caída y magullada. O a lo mejor no, soy yo que me siento así y sin querer, al mirarla la veo con mis ojos que sirven de espejo a mi alma caída y machacada. Ella también es una moneda desgastada. Otro niño malo la raspó jugando y  me la desgastó sin preocuparse qué pasaría después, si alguien me aceptaría así, tan casi entera, pero tan completamente incompleta.

No sé si el banco de lunas las cambia por otras nuevas, si admite lunas así como mi alma, tan heridas y tan tristes, tan casi llenas, tan casi enteras, casi tan las de siempre pero tan  faltándoles la tajadita de melón que nos dejaba redondas y perfectas antes que se inventasen las paredes, las rozaduras y los niños perversos.

No sé que pasa cuando miro a la luna y veo que le falta el mismo cacho que me falta a mí y nos miramos ella yo tan así, tan con ganas de llorar y tan queriendo brillar con todas las fuerzas. Sin que se note mucho el abollado que deforma el brillo y lo deja tan así... tan poco redondo. 

Isabel Salas

viernes, 5 de marzo de 2021

PENTACABLE



El hombre llegó caminando tranquilamente. Se paró debajo de los árboles y sacó su flauta cuidadosamente.

Gestos ceremoniales de quien realiza una tarea importante. Levantó la vista, elevó su espíritu y se llevó la flauta a los labios. Miraba las notas que iba a tocar por vez primera. Notas vivas e inesperadas. Inexplicables. 

Indomadas.

Tomó aire, posicionó los dedos y se dispuso inspirado a interpretar la música que se leía en los cables. Los pájaros pensaron en espantarse, pero algo les resultó familiar en aquella melodía que los hizo quedarse. Tal vez sintieron que estaba hecha para ellos porque no tenían capacidad de entender que estaba hecha por ellos.

No podían saber que ese es el trabajo del artista, mostrarnos la música que hacemos sin querer.

Pocos fueron testigos de aquel momento. Era temprano y no prestaron atención al sonido de flauta que bailaba flotando. Eso no le importó al flautista. Cuando terminó se alejó caminando serenamente. Acarició su flauta con cariño antes de guardarla. Gestos ceremoniales de quien se sabe importante.

Cerró los ojos, recogió su espíritu y agradeció por su corazón de artista.

Isabel  Salas

lunes, 1 de marzo de 2021

NIEVE DE LANA



Algunos corazones, como el mío, tienen agujeros demasiado hondos.
 

Son agujeros llenos de vacío y precisamente por eso, nada los puede llenar. Se quedan allí para siempre, enquistados y tan llenos de nada, que parece que nunca otra cosa podrá llenarlos. Con el tiempo, he aprendido que el problema no es tener esos espacios pues todos tenemos algunos. El problema, en realidad,  es qué hacer con ellos y con todas las cosas que te faltan.

En mis vacíos falta de todo un poco, como en las tiendas de los chinos, falta un gato dorado que salude con la manita a los curiosos, faltan también unas canciones que quería enseñarte y que dejaron el espacio sangrando cuando te fuiste sin haberlas aprendido. El vacío de ellas se incrusta en el de una receta de puré de patatas con jengibre que pensaba preparar un domingo de lluvia. 

En mis espacios abisales faltan miles besos, unas mantas de cuadros, un viaje al cañón del colorado y ese hijo que me hubiera sonreído con tu boca y te hubiera mirado con mis ojos, entre otras cosas que tampoco están. Tantas cosas faltan que parece imposible que un corazón aguante tanto vacío sin explotar.

El vacío de Canadá es uno de los peores, y no te creas que es por los árboles o la cabaña que una vez soñamos construir alrededor del fuego que habríamos encendido en las noches de frío. Lo peor son los calcetines que hubiéramos comprado con dibujos invernales. Siempre imaginé que esos copos de nieve de los calcetines eran un símbolo de hogar o de algo muy bueno, como la sopa de alcachofas o los flanes y creí que nunca superaría la falta de ellos.

La semana pasada, cuando aún pensaba que un milagro te haría volver, salí y compré dos pares, por si venías tener un regalo preparado, algo especial que te sirviera para toda la vida.

Fue una buena idea, pues aunque hoy sé que nunca volverás, al menos los saqué del vacío y ahora están guardados en un cajón, junto a otras cosas que existen. Puedo tocarlos, olerlos y hasta usarlos. Y sí, funcionan bien y cuando me los pongo y los miro en mis pies, los vacíos se calientan un poquito también y parecen menos fríos, como el desconsuelo cuando lo consuelan, que no parece tan desesperado. El corazón se queda con menos ganas de explotar y hasta me animo a cantar yo misma alguna de esas canciones que ya no están en ningún lado.

Quién podría imaginar el poder de los copitos de lana cuando abrazan pies enamorados. Guardé el papel de regalo por si al final regresas, volverlos a envolver y poder fingir que acabo de comprarlos.

Estoy ahorrando para comprar también, en cuanto pueda, un cañón del colorado que me salude con la manita y sonría con la cara  de nuestro hijo.

Isabel Salas