viernes, 21 de octubre de 2022

Él, ELLA Y LA OTRA


Después de haberlo pensado mucho, decidió que ella no era lo que él merecía. A pesar de tantas bellas canciones compuestas en su honor y de tantas noches de amor y risas, ella no era exactamente lo que él, en el fondo, deseaba.

No fue un impulso, se tomó su tiempo para tomar la decisión y fríamente actuó en consecuencia tras semanas de reflexión. Pasó horas sopesando pros y contras hasta que estuvo lo suficientemente seguro de estar haciendo lo que más le convenía, entonces sí, sin dudarlo más, escogió a la otra con determinación.

No fue difícil en realidad, colocó razón y corazón en la balanza, analizó bien y eligió lo que le pareció la opción más viable, la apuesta más segura. Estaba satisfecho, seguro, decidido y empezó a dedicarle a la otra sus canciones y sus desvelos. Era con la otra que hacía planes y hablaba de compromiso embargado por la alegría del plan perfecto. Poco a poco la otra fue tomando el lugar que ella siempre había querido y él estaría feliz a no ser por un pequeño detalle, algo mínimo falló en su plan: le faltó valor para decirle a ella que no quería seguir.

No quería decir en voz alta las palabras que rompieran la cuerda invisible, así que simplemente, esperó a que ella misma descubriese que la otra existía. Al principio incluso se hacía el ofendido cuando ella lo acusaba de tener otra. Dignamente fingía enojo y tristeza por la desconfianza inmerecida, negaba las evidencias y seguía jurando que ella era la única mujer que habitaba en sus pensamientos y en sus canciones.

Y ella lo creía.
Había nacido para creerlo y todo lo que él alegaba cuando negaba sus acusaciones de mentiroso o traidor, ella lo creía. Sabía en el fondo de su corazón que mentía, pero el deseo de creer era tanto, la necesidad de creerlo tan grande... que se obligaba a sí misma a aceptar cada mentira y cada disculpa. 

Llegó al extremo de sentirse mal consigo misma por su suspicacia. Se despreciaba por no saber confiar en su amado y para reatar los nudos deshechos por sus recelos escuchaba sus canciones cuando él no estaba. Ponía los discos y se dormía oyendo su voz cantando las canciones que le había compuesto con tanto amor.

Así fueron pasando semanas y semanas hasta que un día, accidentalmente, la verdad flotó desde el fondo del lago, se abrió camino y dulcemente, sin alardes, se acercó flotando hasta donde ella estaba.
Por un instante, ella, la miró incrédula pensando que era un error, algo que él podría explicar como tantas veces, pero no, esta vez él no lo negó, confesó que sí que eran así las cosas, que la otra existía y era la reina de su corazón.

Ese día ella aprendió algunas cosas sobre el organismo humano que ignoraba por completo, descubrió que el corazón se puede vaciar de sangre, consigue dar algunos pasos hacia atrás y abrir la boca para gritar. 

Gritar y gritar por horas y días, sin horario y sin consuelo.
Ella aprendió que dormida o despierta aquellos alaridos internos se escuchaban en todos los rincones de su cuerpo y hacían que la sangre corriera presurosa tratando de calmar de alguna forma a las células en pánico.

La sangre se deslizaba por las venas en una carrera desquiciada por atender las demandas de aire y de consuelo de los tejidos desgarrados, los pulmones lloraban, el corazón gritaba, el alma encogida y asustada no decía nada y ella simplemente intentaba no ahogarse pues desde el primer segundo en que él se alejó, el agujerito de entrar el aire se había estropeado y ya no funcionaba. Respiraba a media asta y trataba de imaginar lo fácil o difícil que sería simplemente para de hacerlo, se preguntaba si dolería más vivir que morir.

Estaba triste.
Muy triste.
Muy sola y muy triste.
Tan triste, y tan sin aire que no era consciente de como su resto de vida pendía de un hilo.

Una madrugada a las 3:59 se puso a intentar recordar la canción que él le había compuesto en un viaje que habían hecho hacía mucho tiempo. Juntos habían atravesado un bosque en penumbra y él había compuesto una bella canción sobre perder el miedo y lanzarse a sus brazos sin miedo y sin dudar. Trató de recordar aquellas palabras que un día la hicieron brillar y no pudo.

Se habían borrado.
No estaban.
Intentó, desesperada, tararear la música sin letra.
Tampoco le salía.

Y entonces su corazón aprendió algo que no sabía sobre el organismo humano: aprendió que a veces las bocas humanas dan un paso atrás, se abren para gritar y en vez de emitir, omiten, y en vez de sacar el aire lo meten hasta el centro del pecho y es allí que explota el universo y se escucha el dolor más dolor que se puede escuchar sin morir de dolor.

Asombrado, el corazón, interrumpió su propio grito para escuchar, no sin cierta reverencia, al otro, la sangre interrumpió su carrera y los pulmones cesaron el llanto. Todos se detuvieron para escuchar.

Tan detenidos.
Tan sin ganas de arrancar de nuevo, que no arrancaron. Se quedaron así paraditos, agotados, destruidos, abrazando la muerte con alegría.

Desde fuera, la mujer que ya no era la ella de él, sino sólo Natalia, recuperó su identidad para morir consciente y poder así dedicarle a él su ultimo pensamiento. Lo imaginó feliz, con sus gafas de sol y su guitarra, caminando hacia ella, envuelto en luz azul, cantando esa canción tan bella que le compuso  después de atravesar el bosque.

Que bella letra, que hermoso todo. Y lo mejor...
En aquel último pensamiento no había otra, sólo él regresando hasta ella.

Y ella no se moría.

Isabel Salas


Relato del libro NAVAJA DE LLAVERO