viernes, 9 de septiembre de 2016

MI ABUELA Y LAS TRES DIMENSIONES


Mi hija de ocho años se echa las manos a la cabeza al explicarle que cuando yo era pequeña, la tele era en blanco y negro.

Se ríe cuando le cuento que yo, acostumbrada a ver Bill Cosby de aquella manera, me crié pensando que los negros eran grises y que me llevé una gran sorpresa cuando descubrí que no. Que cuando llegó la tele en color fuimos a ver un programa de animales que se llamaba "El hombre y la tierra" a casa de un amigo de mi padre porque nosotros aún no la teníamos, y a seguir le hago un relato de los comentarios de las madres, la admiración de los padres y la unanimidad general al comprobar lo verde que se veían los árboles. 

Se descojona.


A ella, como a todos los niños actuales, le divierten las anécdotas y las tonterías que le narro de mi infancia pre-tecnológica. Me gusta divertirla con historietas y trato de explicarle como era la vida antes del móvil, la tableta, Internet, el Youtube o las teles de plasma. Y ahí está el punto al que voy. Las teles ahora vienen preparadas para 3D, y si tienes una de esas y te colocas las gafas de cartón con dos plásticos de colores, pues puedes ver las llamas de los incendios y casi tocar el culo de las cebras corriendo del león. 



Todo eso es muy divertido, pero nada comparado con el desafío de ver la tele a través de una hoja de papel de celofán azul.

Si, eso mismo. Si no tuviste la suerte de pasar por esa experiencia no puedes imaginarte como es, pero te lo voy a explicar ahora mismo. En mi familia esa novedad fue introducida por mi abuela materna. De dónde ella sacó la inspiración para tal artimaña o en que fundamento científico estaba basado el acto en sí, yo nunca lo supe y si me enteré, se me ha olvidado con otros traumas.


El caso es que cuando yo tenía más o menos seis o siete años, un día apareció de pronto delante de la pantalla del televisor una hoja de papel celofán azul que no se caía porque estaba estratégicamente pisada con una virgen de Fátima y una familia de elefantes que iba de mayor a menor en fila cumpliendo la misión gloriosa de mantenerla en su lugar. Recuerdo que mi abuela dijo que era para proteger la vista y nadie lo discutió. Allí se quedó la hoja no recuerdo cuanto tiempo, si fueron meses o años. 



Me pareció mucho . Nunca supe tampoco exactamente que es lo que mi abuela consideraba ser malo para vista, porque ver cualquier programa a través de aquella hoja era difícil y dolían los ojos, recuerdo haberlo comentado alguna vez y su respuesta:

- Imagínate sin la hoja. Dolería más.

Desde luego.


La cosa es que en casa de otras personas nadie puso la hoja protectora y yo siempre tan consecuente llegué a la única conclusión lógica: la tele de mi abuela era peligrosa para la vista, las otras no. Ni se me pasó por la cabeza que aquello fuera un error de mi abuela. 

Piensa en una niña que amase a su abuela, esa era yo.

Ella se llamaba Mari Tere, nos contaba historias, nos amaba, nos hacía flanes maravillosos que se deshacían en la boca y sobre todo, y hablo por mí, me hacía sentir la nieta más especial del mundo. Si ella decía que mirar la tele sin el papel celofán era malo para la vista pues se miraba la tele a través de él y ya está. Yo era feliz en mi mundo sin dudas y la verdad es que mis ojos han sufrido mucho más a lo largo de los años con cosas mucho mas graves. Y sin celofanes azules o de cualquier color que mitigaran los efectos devastadores de tantos desmanes.


Hace unos días comentando con un amigo lo increíble que son las nuevas teles 3D me vino a la cabeza aquella imagen de la tele de mi abuela y pensé que por poco no inventa ella sola y cuarenta años antes esa gran novedad.

Sólo le faltó la hoja roja. 



Me entró la risa pero no pude contárselo porque sabía que si empezaba no podría parar de reír.  O de llorar, recordando a mi abuela amada, generosa, buena, valiente e innovadora.

Uno de los pilares de mi vida hasta hoy.

Uno de mis amores más bonitos.
Amor de abuela, amor de nieta.

Por eso, para hablar de ella...mejor por escrito, de lejos y sin celofanes. Cuando nadie me ve.

Isabel  Salas


Del libro @El canario y la máquina de coser, 2015






viernes, 19 de agosto de 2016

BARRO SECO



Hay quienes piden a gritos una señal de odio.

Piden ser despreciados como una penitencia improvisada que les haga sentir que de alguna manera pueden pagar así las lágrimas que provocaron. No entienden que el barro del zapato se sacude sin amargura, se limpia y se sigue andando sin pensar dos veces en él.

No comprenden que para herir de verdad, hay que ser de verdad, haber amado y haber sabido amar de verdad aunque haya sido de forma efímera y sobre todo, haber herido verdaderamente. Ellos, pobres ilusos, no pueden llegar hondo en ningún lado y no entienden la falta de rencor.

Ni como barro ni como puñalada, no hieren ni molestan, pues nada son  sino una sombra fría que tapa por segundos el sol, y su efecto es superficial, fugaz, tenue y finito.

Hay quienes sueñan con ser perdonados y después olvidados, como si fueran parte de una historia de intensos sentimientos y no comprenden que son ecos sin peso ni volumen. No se conforman siendo lo que son y demandan a gritos  castigos inmerecidos.

Piden ser perdonados sin entender que para eso hay que saber tocar donde ellos ni sueñan poder llegar. Que poder herir no es para quien quiere hacerlo,  y sí para quien puede,  incluso sin querer.

Barrito seco, miga de pan en la bufanda, que ni quema ni mancha.

Se sacude.

...Y se avanza.

Isabel Salas

viernes, 12 de agosto de 2016

DA-ME TEU NOME


Fola corria pela estrada de terra entre todos os demais. Não carregava quase nada, apenas seu bebê de cinco meses, que protegia dos vai e véns de sua corrida com seu braço direito. O esquerdo usava para segurar a mãozinha de sua filha de quatro anos enquanto tentava apagar o medo da menina com olhares de serenidade fingida e palavras suaves que se perdiam no estrondo dos tiros longinquos e choros próximos.

Olhados por fora, era uma família africana a mais, uma família despedaçada por guerras inúteis e cruéis, arrancada de sua vida, correndo ao fugir de sua aldeia.

Sem destino.

Olhando por dentro era uma mulher extremamente assustada. Uma mãe que colocava todo seu empenho e suas forças em levar seus filhos para longe daquele inferno.


Ela tinha um destino sim: o mais longe possível.

Até algumas semanas Fola, seu marido e seus quatro filhos tinham uma vida mais ou menos agradável onde chegavam, às vezes, ecos de guerras longinquas, porém em poucas semanas os ecos fizeram-se vozes e por fim, presença viva.

Seu marido havia partido dois dias antes tratando de por a salvo os dois filhos maiores, um de catorze anos e outro de doze, para evitar que fossem recrutados como tantos outros meninos e obrigados a se transformarem em assassinos precoces.
Meninos soldados como são chamados.


Concordaram os dois, apos conversarem por várias horas, e decidiram que não era isso que desejavam para seus filhos amados. Sendo assim, o marido tentaria passar a fronteira com os filhos e ela se juntaria às mulheres com bebês que esperariam os caminhões da Cruz Vermelha para reunir-se com eles no campo de refugiados, que diziam haver a cento e quarenta quilômetros ao norte.

Parecia um bom plano e como não tinham outras alternativas, se despediram serenamente tratando de não demonstrar pânico. Não queria provocar mais dor nem medo as crianças e, por isso, este homem e esta mulher, que se haviam olhado tantas vezes durante longos minutos, nos olhos, ao fazer amor em suas noites de intimidade e carinho, apenas se olharam um pouquinho na hora de se despedirem, talvez para sempre, com medo que seus olhares os prendessem e os impedissem de se separarem.


Ao abraçá-la ele lhe disse:

- Já sabe tudo...O que posso acrescentar?

E ela respondeu-lhe:

- Claro que sei, vá tranquilo. Está tudo dito, meu amor.

Que outra coisa pode dizer uma mulher a seu homem em uma hora tão ruim?

Depois do último beijo e o último toque cada um se concentrou em sua missão e nos filhos dos quais se encarregaria. Ela o viu afastar-se com passo animado, um menino de cada lado, sem dar-lhes a mão para que se sentissem homenzinhos, carregando cada qual uma sacola com o mínimo.

Só o menor se voltou uma vez para olhá-la, e ela que estava preparada para isso, fez-lhe um gesto alegre de despedida enquanto engolia as lágrimas daquele adeus tão tremendo.

Depois preparou suas coisas.

Diziam que os caminhões chegariam pela manhã para recolher as mulheres, porém os que chegaram foram uns carros  carregados de homens que disparavam em tudo o que se movia.


Fola teve sorte porque uns minutos antes de começar aquela matança ela havia sentido a necessidade de aproximar-se da entrada do bosquezinho onde o dia anterior havia se despedido do marido e dos filhos. A menina estava acordada desde muito cedo, ansiosa e perguntando quando iriam juntar-se aos irmãos, e ela decidiu que em vez de esperar em casa, os três podiam esperar dando um passeio para amenizar a situação.

Por isso, quando começaram os tiros, ela se encontrava fora do alcance deles. 

Não pensou em nada, nem nas amigas ou vizinhas, apenas saiu correndo em disparada arrastando a menina. Por momentos a fazia correr ao seu lado, segurando forte, e quando o desespero apertava a carregava uns metros junto com o bebé até o brazo doer cheio de caimbras pelo peso da filha.

Descansavam quando sentia que ia morrer pelo esforço e depois seguiam avançando. Queria chegar à outra estrada, a que haviam construído para transportar o coltan uns meses antes.

Assim o dia inteiro.

Mais tarde passaram a noite agachados os três juntos. Ela agradecendo a seus seios o leite que lhe permitiu alimentar o bebê e à menina e analisando prudentemente se seria boa ideia rezar, ou melhor, não chamar a atenção dos deuses. Decidiu manter-se calada porque ante aqueles deuses tão cruéis que permitiam tantas barbaridades, parecia boa ideia passar despercebido.

Ao amanhecer saíram do bosque e encontraram outras pessoas assustadas que se moviam na mesma direção. Ninguém cumprimentou ninguém, ninguém perguntou nada. Era uma fila mais ou menos ordenada de mulheres e velhos que levavam suas crianças com o único objetivo de salvá-las e salvar-se.

Parecia que tudo poderia terminar razoavelmente bem quando, de repente, ouviram uma avioneta que se aproximou rapidamente.

Alguns saudaram alvoroçados pensando que era a ajuda que esperavam, outros olharam calados e outros, como Fola, regressaram ao bosque que bordeava a estrada pelo medo que tudo lhes provoca há alguns dias.


A avioneta baixou e abriu fogo contra a fila.

Fola tapou as orelhas de seus filhos enquanto os apertava contra ela e mentalmente espantava as balas com a força de seu pensamento.

Imaginou que uma bolinha de proteção a rodeava, uma bem brilhante, parecida a essas que fazemos brincando com sabão, e ali, dentro dela permaneceu balançando-se com seus filhos como quando nos dói um dente ou uma criancinha chora sem consolo. Balançar a dor e o medo é um recurso humano que não sabemos porque funciona, porém todos o praticamos alguma vez.

E sempre consola um pouquinho.

Quando acabaramm os tiros e a avioneta se afastou, foram saindo aos poucos do bosque os que haviam se salvado. A estrada era um riacho de corpos vestidos com cores alegres e posturas impossíveis. Quase todos mortos, alguns feridos.

Fola decidiu ingnorá-los, não podeia fazer nada e sua única prioridade era salvar aos seus.

Segurando a mãozinha de sua menina e acanhando o bebê que estava enrolado em um pano amarrado ao seu pescoço, acelerou o passo evitando corpos.

Tudo ia bem até que seus olhos encontraram os de uma mulher ferida.

Uma mulher mais jovem que ela, que tratava de erguer-se e a chamava com sua mão ensanguentada. A moça conseguiu juntar umas palavras e quase as suspirou:

- Ajuda-me. Vem.

Fola não queria ajudar. Não queria ir.

Só pensava em seus filhos e não queria perder seu tempo, porém a jovem a havia olhado, a havia chamado e ela se aproximou com uma desculpa preparada, que a outra pudesse entender ao negar-lhe ajuda. A mulher estendida no solo se levantou um pouquinho e então Fola viu que estava encurvada sobre um bebê.

Um bebê intacto debaixo de uma mãe moribunda em uma estrada cheia de pessoas assustadas.

Justo o que ela necessitava.

Aproximou-se sem dizer uma palavra e sem soltar sua filha agachou-se ao lado da outra mãe, olhando-a sem falar.

Que se pode dizer a uma mulher que está morrendo banhada em seu proprio sangue em um mundo hostil deixando um filho desamparado?

As duas se entreolharam.

Os olhos da jovem iam do bebê a menina e ao rosto de Fola de novo. Talvez buscando palavras também.

As mesmas palavras que serviram horas antes para despedir-se de seu marido lhe pareceram adequadas para dirigir-se àquela desconhecida e por isso as deixou sair com suavidade:

- Sei de tudo. Está tudo dito. Fica tranquila, meu amor.

E soltando um instante a mãozinha de sua filha, pegou o bebê da outra e o acomodou no mesmo pano onde estava o seu.

Em seguida voltou a segurar a mão de sua menina que esperava parada no ar. Era o momento da despedida e as duas sabiam que era para sempre.

A jovem conseguiu sorrir e Fola esforçou-se para pedir-lhe:


- Dá-me teu nome, para que eu possa ensiná-lo a seu filho um dia.

Porém a garota já não tinha nada mais para dar. Havia dado tudo e seus olhos já estavam fechados.

Fola não parou para ver se estava desmaiada ou apenas morta.

Levantou-se e com seus três filhos seguiu seu caminho. Agradecendo a seus peitos o leite que garantiam a vida.


Isabel Salas


Dedicado a todas as mulheres do Congo.

miércoles, 10 de agosto de 2016

AS PESSOAS DOS CARROS



Era uma vez um menino cheio de lágrimas. Lágrimas paradas, esquecidas num canto como a harpa coberta de pó de Bécquer. Porém em vez de esperar uma mão de neve disposta a arrancar-lhe música ... ele não esperava nada. 

Nem sequer sabia esperar.

Sabia aguentar.

Resistir.

Calar-se.

Algumas tardes sentava-se na calçada olhando os carros que passavam com sua carinha séria e seu sorriso fechado, imaginando como poderia ser a vida daquelas pessoas que passavam tão rápido diante dele. Conseguia ver uns rostos  que as vezes pareciam estar discutindo, crianças dormidas com as cabecinhas dobradas, mulheres chorando ou homens falando ao celular.

Na frente dele o desfile de moças lindas que pintavam os labios no semáforo e sorriam olhando-se no espelho retrovisor e moços que moviam as cabeças ao rítmo de músicas altas que saiam pelas janelinhas como pedaços de festa.

Ele perguntava-se sobre o que discutiriam essas pessoas com tanta intensidade e porquê os meninos dos carros sempre estavam dormindo. Ficava imaginando os motivos que faziam chorar estas mulheres ou que conversas importantes obrigavam os homens a falar ao telefone enquanto dirigiam.

Ficava bobo olhando as jovens imaginando como cheiravam bem, perguntando-se porquê abriam os olhos ao mesmo tempo que abriam os lábios para pintá-los. Escutava a música dos jovens e simplesmente se deixava rodear por ela nos poucos segundos que o carro levava para afastar-se dele.

Algumas tardes preferia ficar ali olhando a vida dos outros passando que viver a sua em casa com os gritos, as lágrimas da mãe, os barulhos de portas batendo e os golpes.

Um anoitecer se levantou da calçada onde estava sentado e se dispunha a começar sua caminhada de volta para casa, quando uma moto que vinha costurando entre os carros, não o viu e o atropelou.

Foi tão rápido.

Tão doloroso.

Pela primeira vez os carros não seguiram seu caminho, pararam e as pessoas dos carros desceram.

Desde o chão, onde havia tombado de boca pra cima, depois de um curto voo que lhe pareceu muito interessante porque havia visto o teto dos carros, a vista de pássaro...começou a sentir a dor. 

Não podia se mover e a dor estava em todos os lados menos em seus olhos.

Seu olhar deslumbrado via como as pessoas se aproximavam dos carros.

Ninguém discutia. Uma moça bonita chorava olhando-o, os moços da música alta moviam a cabeça, diferente de como costumavam fazer, como que dizendo não. Até uns garotos acordados se amontoavam calados perto dele com os olhos muito abertos.

Homens falavam ao telefone pedindo uma ambulância.

Achou graça ao ver como todos haviam saído de seus papéis. Uma mulher se abaixou e tocou-lhe o rosto com sua mão de neve e quando seus olhares se cruzaram, e, sem querer, arrancou-lhe as notas intocadas. Este menino que vinha há tantos anos guardando suas lágrimas sentiu que elas vinham todas de um só golpe.

Conseguiu buscar com sua mãozinha a mão da mulher e sem tirar os olhos dela lhe pediu com o pensamento que ela o apertasse para sentir algo bom em meio a tanta dor. Ela entendeu perfeitamente e sem tirar o olhar deixou que a mão cheia de sangue do menino se deslizasse escorregando na sua e a apertou enquanto sorria desistindo de buscar as palavras adequadas. Ele tampouco tinha nada a dizer e quando terminaram-lhe as lágrimas abriu um sorriso.

Faltavam alguns dentes, porém ainda assim era um lindo sorriso.

E assim morreu.

Feliz.

Rodeado de seus amigos, as pessoas dos carros.


Isabel Salas

Do livro @O canário e a máquina de costurar