Hoy me acordé de una ballena que lloraba en la playa, hace muchos años, mientras se moría.
Incapaz de regresar al mar, me enseñó el significado de la palabra varada y nunca más lo olvidé. Hasta hoy esa palabra me huele a muerte y evito usarla pero sé lo que significa y sé que lo mismo se aplica a ballenas que a vidas humanas.
Yo tenía nueve años y estaba entre el grupo de curiosos que observaba su agonía sin entender porque nadie hacía nada para empujarla rodando o al menos intentarlo.
Después de unos minutos me acerqué y miré sus ojos preguntándome si las ballenas muertas van a un cielo de ballenas a ser felices con su Dios justo y bueno. Me las imaginaba a todas nadando a su derecha en un mar celestial diseñado como un teatro romano para que ninguna, accidentalmente, se pusiera sin querer a nadar a la izquierda del ser supremo celestial.
La izquierda de los dioses es como una parada de autobús al sol.
Nadie quiere estar allí.
Nadie quiere estar allí.
No sabía que decirle a la ballena.
La miré con atención. Era tan bonita como una nube de esas que parecen algodón dulce y a mí lo que me apetecía realmente era pedirle perdón o cantarle una canción. Algo que la distrajese un poco en aquella larga agonía que tenía por delante y que hiciese que el único ojo que conseguía verle dejase de llorar.
Aquel día aprendí que el llanto de las ballenas es contagioso y lloré mucho con ella sin entender porque los mayores estaban allí mirando sin reaccionar. Me juré a mí misma que cuando yo creciese empujaría las ballenas varadas con todas mis fuerzas.
Y lo cumplo.
A veces se me acaban las fuerzas, pero las ballenas no se acaban nunca.
Isabel Salas
Y lo cumplo.
A veces se me acaban las fuerzas, pero las ballenas no se acaban nunca.
Isabel Salas