sábado, 20 de octubre de 2018

GOLONDRINAS Y MALETAS



En las maletas viajeras quedan siempre unos huecos, sabiamente previstos por la persona que se va,  que son ideales para guardar un joyerito dentro de un calcetín (por si se abre), unas gafas de reserva o ese regalo de última hora, entregado por alguien que fue incapaz de entregarse, o de darte otras cosas, mientras hubo tiempo y, que generalmente, abrimos meses después cuando los besos que no se dieron, dejan de gritar en el alma.

Pero además, hay espacios estratégicos, casi mágicos, donde metemos otros objetos inservibles que por alguna razón adquirieron un significado místico. Siempre decidimos llevarlos cuando la maleta está cerrada y siempre nos obligamos a abrirla a tientas, con cuidado extremo, para no deshacer el equipaje, buscando dónde acomodarlos entre camisetas y ropa de lana.

Puede ser algo tan inesperado como ese bote de colonia casi terminado que relacionamos con el lugar que estamos dejando. De pronto nos asalta el temor de que no lo volveremos a poder comprar y se nos hace insoportable la idea de no poder salir de nuevo a la calle usando ese aroma. Puede ser un folleto de cualquier cosa, alguna propaganda de farmacia o de un curso de alemán.

Pero el caso es, que entre todas esas cosas, las que planeábamos llevarnos y las que guardamos en el impulso del último segundo, se cuelan otras intangibles e invisibles  con las que no contábamos y que sólo descubrimos con el tiempo. Entran solas en las maletas, y allí se instalan, se vienen con nosotros sin pedir permiso ni perdón, y son, a fin de cuentas, el único verdadero equipaje que realmente nos acompaña.

Nos llevamos la muletilla con la que un amigo terminaba sus frases, (o no), nos llevamos el olor de algunos guisos preparados entre bromas y debates, nos llevamos caricias inesperadas y miradas misteriosas, ecos de risas, gargantas calientes que se tragaron lágrimas que tal vez debieron salir y esa  rima XXX de Becquer que regresa una y otra vez a anidar en mis maletas, como una golondrina testaruda, a preguntar que habría pasado si las palabras se hubieran dicho, el orgullo se hubiera callado, los besos se hubieran dado y las lágrimas hubieran rodado hasta el suelo como perlitas de collar roto.

Al final, como siempre, es la poesía la única que sobrevive dentro de mis maletas, la que me consuela y me enseña a distinguir lo descartable de lo valioso, lo vivo de lo muerto.

Lo eterno de lo efímero, lo pasado de lo por venir.

Y una vez más, le agradezco por ser parte de mí.


Isabel Salas