miércoles, 29 de marzo de 2017

ALMANAQUE



Un almanaque es, según el diccionario, una publicación anual.

Contiene la información, bien organizada, de algunos temas determinados y ordenados según el calendario. Lo mismo podemos encontrar datos astronómicos que diversas estadísticas, días festivos con los labios pintados, que informaciones sobre los movimientos del sol y de la luna o sobre los próximos eclipses, pero siempre me ha hechizado la palabra almanaque por otro motivo, el detalle de llevar incorporado la palabra “alma”.

Cuando era adolescente imaginaba que el alma de cada año se diferenciaba de otras almas de otros años para cada persona, debido, precisamente, a esas fechas importantes y a la manera en como eso interfería en cada vida. Que no es lo mismo que tu cumpleaños caiga en luna llena, que en noche negra de luna nueva, o entre semana, para que tus amigos en el cole te tiren de las orejas, que en domingo. Que no es igual que tu hermano regrese de un viaje en pleno eclipse que en medio de un solsticio, y todo cambia si tu muela se cae un trece martes o un viernes dieciséis, en pleno día de san Rufino.

Y después, me dejaba llevar por mi imaginación y jugaba con la idea de que Naque era el nombre secreto y mágico de cada año en la Lengua Verdadera, esa que se hablaba antes de que nacieran las otras tras el enfado de Dios cuando lo de la Torre de Babel. Inventaba tonterías como que si supiéramos descifrar las señales, entenderíamos la esencia de cada año y seríamos felices, en plena armonía con nuestro destino. Me pasaba horas leyendo la letra chiquita donde dice qué santo se va a celebrar cada día y miraba los dibujos de las fases de la luna tratando de leer en aquellas esferitas blancas o negras el futuro inmediato disfrazado de galleta bi color.

Ahora que soy grande ya no hago esas cosas.

Ahora me distrae más leer el pasado en las piedras del río y vuelvo a soñar, pero con entenderlo, descifrarlo, asimilarlo. Me paso horas imaginando que también tiene alma o al menos guarda pedazos de la mía.

De nuevo busco recetas de entendimiento y reconciliación con los cumpleaños y los regresos, las partidas y los partos, los silencios y los gritos que han dibujado en cada una de las márgenes del río de mi vida, unos surcos que son arañazos de tiempo y de destiempo, a veces caricias, otras heridas, pero surcos artistas al fin y al cabo, pintores, dibujadores y a veces escritores de esos que escriben con la letra roja que entra con sangre y sale, saladita, por los ojos, convertida en llanto.

El almanaque que ahora de verdad me importa, el de los festejos que ya pasaron, los besos que di y los cumpleaños que celebré con quienes de verdad me importaba celebrar.

En una de esas lineas hay una niña que se hizo amiga mía cuando yo tenía ocho años y ella nueve. Con ella he charlado hace unas horas, cuarenta y dos años después de haber iniciado esa amistad y las dos hemos dicho antes de despedirnos, lo mucho que nos queremos. No diré que esas cosas no me hacen llorar, sería una mentira inexplicable y sin necesidad. Esas lágrimas bonitas también tenían un poquito del alma de las dos niñas que las dos fuimos, de las dos mujeres en que nos hemos convertido ambas, y de las dos viejas que un día seremos, si todo sale bien.

A mis casi cincuenta ya no busco la forma de acariciar el Naque para leer destinos en las lunas a medias, ahora, lo que me gusta es abrazar amigas, conversar y decirles que me gusta ser parte de los dibujos que el tiempo arañó en su río.

En la foto preciosa que acompaña este texto, tal vez tú no lo veas, pero yo sé muy bien, que una de las rayitas, se llama Maripaz.

Isabel Salas