miércoles, 22 de noviembre de 2017

GANDÚL, GANSO Y GAÑÁN



Nunca he sabido hacer reseñas, pero creo que sé expresar con entusiasmo mi amor por la poesía y por los poetas que, como Juan Mantero, saben tocar mi alma, arañando algunas veces, acariciando otras, dejando palabras y versos  marcados en ella y ese nudo en la garganta que sin querer se transforma en lágrimas o sonrisas, para al final dejarme ese regustito en la boca de admiración (ese eufemismo con que nos gusta llamar a la envidia "buena") y ganas de mejorar mis propias letras para que alguien al leerme sienta lo mismo que yo, al leer a los que admiro.


Y renuncio a escribir desde mi vientre, 
y reprimo mi arcada literaria, 
y paso de hacer daño gratuito,
y en vez de hacer terapia revisito

Sumergirme en el primer libro de Juan Mantero me recordó en cada una de sus páginas los motivos que desde niña me llevaron a preferir la poesía entre todos los otros géneros literarios, aunque Juan es un poeta que en realidad no escribe, él expulsa. A veces a chorros y otras a tirones como las muelas del juicio al ser extraídas, con un dolor vivo que a ratos se adivina caliente o nos parece helado y misericordiosamente anestesiado, pero siempre benevolente, sin condenar a ninguno de los demonios que parecen haberlo atormentado desde antes de nacer.

Los ceros a la izquierda
también somos humanos,
no importa que nos muerdan,
reímos y lloramos,
y aun contra las cuerdas
movemos nuestras manos,
respondemos a ofensas
sin pensar en los daños.

No confundamos generosidad con condescendencia, ni crueldad con crudeza. Juan Mantero es el puñal de la herida y al mismo tiempo la sangre y el paño limpio que ayuda a contener esa hemorragia que tan bien conozco porque la he reconocido en otros escritores y en mí misma también.

Sé por él, que siempre escribe con mensaje incluido, disparando directo a blancos que él determina y que los que lo conocemos podemos imaginar, y sin duda, eso le confiere un morbo extra a sus letras para los que conviven con él, pero a mí, más que intentar adivinar quienes son los destinatarios de sus letras, me interesa más apreciar el dolor, el frío, la soledad o el desconsuelo que hombres íntegros como Juan Mantero pueden llegar a sentir viviendo en este mundo tan hostil y tan cruel con los caballeros cabales como él.

Me es muy difícil escoger mi pedacito preferido, pues desde la dedicatoria sencilla y potente a la ultima letra del ultimo poema, he disfrutado, me he emocionado, he llorado, me he sentido parte de los escenarios a los que me arrastró, he olido el frío mojado de las catedrales en obra y lamentado profundamente no estar más cerquita para invitarlo a un café o pedirle que me lleve a pasar una tarde de fiesta en Huesca, aprendiendo a enamorarme de una de sus ciudades.
Y yo que paseaba hace bien poco,
altanero, con mi parrilla al cuello,
ahora soy el ausente, y nada importo,
la fiesta continúa sin resuello.

Solo me queda levantar mi copa,
brindar por mi patrón en la diáspora,
desear volver a ponerme la ropa
blanca y verde, inmaculada aurora.

Porque esa es otra, leer a Juan a Mantero es aprender a amar sus ciudades, que no son pocas, la preciosa Estella, la entrañable Pamplona y Huesca, entre otras, la ciudad donde su padre, (el papá de la dedicatoria, al que todos aprendemos a querer gracias a este libro) lo espera cada poco para sentarse en una cafetería a mirarse, a hablar o hacer como no importa tanto quererse tanto, admirarse tanto mutuamente y sentir ese orgullo mutuo que se parece tanto a unas castañas asadas en plena tarde invernal y que tantó nos hace desear ser parte de ese amor que se profesan.

Me pongo guapa para despedirme y recomendaros a todos los amantes de la poesía que os regaléis el privilegio de gandulear unas horas haciendo el ganso, entre los versos de este gañán. 

Es lo que hay, 
no pidáis a un gañán más apostura, 
ni a un ganso una pizca de cordura.
Hoy me tocaba hablar de mí conmigo, 
sólo y, sin embargo, acompañado, 
con "buenas noches", 
con "¿todavía no has cenado?", 
con "¡qué bien me lo he pasado!".
Y ponte guapa, 
que hoy toca ganso aún en la distancia


Juan, gracias por permitirme saborear tu libro unos días antes de salir a la luz, y gracias sobre todo por ser mi amigo en la distancia y mostrarme el lado más amable de la vida con tu generosidad y tu talento.

Un abrazo

Isabel Salas

miércoles, 15 de noviembre de 2017

SOÑAR OTRA VEZ


Y de nuevo tu voz
y de nuevo tu risa
y otra vez el deseo de feroz
de dormir junto a ti,
que mi amor renacido
improvisa.

El mismo corazón
que tanto tiempo atrás
latía junto al tuyo
siguiendo tu compás,
hoy vuelve, sin razón
a quererte otra vez,
a querer ser de nuevo capaz
de atreverse a volar,
de volverte a besar
con la misma avidez
y otra vez
confiar
y soñar.

Y tal vez esta vez,
ser más sabios los dos
y poder
evitar otro adiós
que de nuevo me obligue
a aprender
a vivir
sin tu amor.

Isabel Salas

Porque un poema vale más que mil palabras, y hay palabras que valen más que mil imágenes y besos que lo explican todo y llenan el cielo de flores azules.

martes, 14 de noviembre de 2017

MUJER VOLADORA




Ya no me importa si tú no logras ver los colores que yo veo en las cosas, en las casas o en el agua. Los veo yo y eso basta. Tu filtro gris de ver la vida, tu manera estúpida de juzgar cada una de mis frases o pensamientos, tus burlas, tu crueldad y tus pésimos modales son tu problema y ya no consiguen pintar de humo el mundo que sé mirar y ver.

Mi aire se llenó de colores y lo voy respirando mientras vuelo sin culpas. Tal vez tengas  razón y la loca soy yo y no tú, pero soy una loca con sonrisa y brillo en los ojos y tú vas a morir podrido de razón mientras yo vuelo cada vez más alto como una nota de canción de Alberto Cortez.

Siempre me gustó la poesía, y siempre te burlaste como si leer poemas me hiciera inferior. Decías que una "mujer verdadera" y sobre todo inteligente,  debería leer otras cosas. Me recomendabas lecturas insoportables como la de aquel libro pesado y sin música de los tristes trópicos donde un antropólogo pedante describía la vida de los indios desde su punto de vista arrogante. Nunca comprendiste que yo prefería entender América con las canciones de la trova  cubana o calle 13.

Fue precisamente un poeta, Oliverio Girondo, quien un bello día, me reconcilió con mi espíritu volador al encontrar un poema suyo sobre su respeto por las mujeres voladoras y me recordó que las alas fuertes también fortalecen los pies y que empezar a dar patadas a ciertos traseros es consecuencia inmediata del acto de volar.

Como yo.

Tal vez no soy una mujer que merezca la pena, como dices tú, pero vuelo, como dice él, tal vez el tamaño de mis tetas nunca fue el adecuado para tus manos, pero mis alas tienen el tamaño perfecto para elevarme. Entre su opinión y la tuya, francamente y con toda sinceridad, la tuya pierde peso y desaparece  como  el vapor que sale de la olla y que al momento ya no se ve.


Oliverio Girondo bendijo mis alas y desde la altura en la que  vuelo hoy te veo tan chiquito, tan mediocre y tan mezquino como realmente eres. Una mujer voladora, así como la miel, no está hecha para la boca de cualquier asno. Como pasa con las perlas y los cerdos, hay incompatibalidades  que van más allá del  grupo sanguíneo, son vitales, insuperables e imposibles.

Como tú y yo.
Como nosotros: incompatibles.

Ni sé si ya perdoné tu tentativa perversa de impedirme volar, ni me importa ni tengo tiempo de pensar en eso. Tal vez un día, volando, llegue cerca de ti, y tú tendrás la oportunidad de preguntármelo si eres rápido y estás atento a lo que pasa en el aire.

Si de verdad te importa o necesitas saberlo quédate atento y levanta la cabeza para buscarme pues mis alas funcionan y nunca me verás arrastrándome por el suelo.


Isabel Salas

POEMA DE OLIVERIO GIRONDO

No se me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.

Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.

Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible
- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.



Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!

Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,

tan locamente, de María Luisa.

¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?



¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo

y sus miradas de pronóstico reservado?

¡María Luisa era una verdadera pluma!

Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,

volaba del comedor a la despensa.

Volando me preparaba el baño, la camisa.

Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...


¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
"¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.

Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.

¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera...,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?



¿Verdad que no hay diferencia sustancial

entre vivir con una vaca o con una mujer

que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?



Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender

la seducción de una mujer pedestre,

y por más empeño que ponga en concebirlo,

no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.




miércoles, 8 de noviembre de 2017

LOS OJOS DE EUGENIO ZAMBRANA







Cuando el viejo Eugenio cerraba los ojos y los cubría con su mano, se iniciaba un proceso interno que lo transportaba y lo transformaba; el anciano abría su alma y retrocedía en el tiempo a la velocidad de la luz, escogiendo entre sus miles de vivencias las que merecían ser revividas a todo color, ahora que su rutina diaria era tan gris.

Cinco semanas hacía que habían enterrado a Josefa y él aún no se había adaptado a los nuevos matices del mundo sin la presencia de la compañera de sesenta años.

Se dice pronto sesenta años, son dos palabras  apenas, pero para vivirlos se tarda un rato lleno de días, miles de días y de noches con sus madrugadas y sus tardes llenas horas de Josefa. 

Su novia, su mujer, la madre de sus hijos, la compañera, la cocinera, la que sabía hablarle con la mirada.

Al cerrar los ojos, lo primero que ellos buscaban eran los de la esposa. Allí estaban, esperándolo, detrás de sus propios párpados, rodeados de arrugas, como últimamente, pero intacto el brillo con que le devolvían el mirar desde que se empezaron a amar tanto tiempo atrás.

Allí, dentro de él, estaban los ojos que habían aprendido a hablarle directo al alma,  la mirada que sabía pedirle que se callara cuando los regaños a los hijos ya habían alcanzado el punto exacto o que empujara más fuerte cuando se estaban amando y ella deseaba sentir su fuerza dentro de ella. 

Los nietos, en parte porque temían los ruidos nocturnos del viejo desvelado y en parte porque les gustaba torturar al ser indefenso en que, de pronto, se había convertido el viejo Eugenio, corrían a reclamarle a su mamá Mercedes. Salían sin hacer ruido de la sala y la buscaban para contarle que el abuelo se estaba durmiendo, que no los dejaría dormir, que se debe dormir de noche y no de día, y ella llegaba presurosa cerquita de él, se agachaba y le ponía la mano delicadamente en el hombro para no asustarlo, en parte porque también se despertaba con los paseos de su padre en las madrugadas y en parte por una genuina preocupación nacida del cariño.

Si con eso no bastaba para sacarlo del ensimismamiento, ella, mimosa, le pedía un beso y el viejo bajaba la mano que le cubría el rostro para atender el pedido de su hija. Mercedes acercaba su mejilla a los labios del padre y él con cuidado le daba ese beso paternal que  siempre tenía sabor de canela y cigarro.

Pero esta tarde al bajar la mano para atender a la hija, el viejo permaneció con los ojos cerrados y con una voz muy chiquita preguntó si estaban los niños cerca.

Estaban y así se lo confirmó su hija.

- Que se vayan, hija, mándalos salir.

No hizo falta que Mercedes repitiese los deseos del padre como órdenes a los hijos. Los niños, sin rechistar atendieron al abuelo y salieron sin decir nada.

- Ya se fueron padre. Dime que te pasa.

Eugenio seguía con los ojos cerrados.

- Me pasa tu madre hija, me pasa que sin ella no sé estar, ni quiero. No quiero abrir los ojos porque aquí dentro la veo. Ella me mira y yo la miro. No hacemos nada malo hija sólo mirarnos.

Mercedes miró el rostro arrugado de su padre. Sus arrugas, sus cabellos blancos, sus ojitos cerrados y unas lágrimas que escurrían despacio haciendo caminitos  en zig zag camino de la camisa.

Con el filo de su falda se las secó, mientras recordaba cuantas veces había sorprendido a sus padres mirándose cómplices por encima de las cabezas de los hijos almorzando o al cruzarse en un pasillo. Recordó la sonrisa de su madre y los guiños de su padre . Se acordó de como él, al regresar del trabajo, al primer hijo que se encontrara le preguntaba dónde estaba la madre. La buscaba, se miraban, sonreían, y sólo después buscaba a los hijos para saber del día o de las novedades.

Pensó en su padre en el entierro, semanas antes, tan serio, tan triste, tan de ojos cerrados, tan de de pie al lado del ataúd.

Las personas pensaron que rezaba, pero Mercedes no había visto rezar a su padre jamás, era un ateo convencido y lo último que se le pasaría por la cabeza sería  orar en momentos de crisis, simplemente estaba allí, parado en pie al lado de su mujer muerta con una mano en la caja y la otra cubriéndose el rostro.

No era hora para palabras, pues el dolor no las necesita cuando se vive en familia. Se dejó caer en el regazo de su padre como cuando era niña y al apoyarse en su pecho le tomó una de sus manos y la llevó a sus propios ojos.

- También quiero ver a mamá.

La cena, los niños, las prisas y los miedos de no dormir, pararon para admirar como el amor une miradas que la muerte separa.

Mercedes sintió el beso de su padre en su frente segundos antes de dejar de escuchar su corazón.

Sin alarmas, sin miedo, dejó que se fuera apagando sin llamarlo.

Pensó en cuantas veces había escuchado hablar de parejas como sus padres, gente que después de mucho tiempo juntos, no saben despedirse  cuando fallece uno de los dos.  El otro, en poco tiempo, se apaga y lo sigue.

Y así se acababa de ir su padre.

Con los ojos que  él mismo se había cerrado, prendidos en la mirada de su mujer.

Isabel Salas




AQUÍ




Leerte, 
es acariciar tu pelo,
tocarte,
conocerte.

Deslizarme
entre las suaves curvas 
de tus renglones
e imaginar el tacto
del aroma de noche
de tus mechones.

Y siempre
se desliza la seda de tus sonrisas
entre mis dedos,
y me sorprende
la colección de abcisas
con que vistes tus ruedos.

Y a veces 
quisiera ser la flor morada
que respira escondida
susurrando poemas
bajo tu almohada.

Pero nunca 
te digo
que leerte es tocarte
y tal vez, 
mi manera de imaginarte 
aquí,
 conmigo.

Isabel Salas


Dedicado a Juan Carlos Tonatiuh, el poeta infinito que hace de toda conversación un poema y cualquier asunto convierte en poesía sin aparente esfuerzo. Por encima de los celos que ese don me provoca, están la admiración, la amistad, el cariño y ese deseo de un día, emanar poesía, como él, a raudales.