La prosa y la poesía son dos formas de escribir que se relacionan con nuestras emociones de manera distinta. Cuando leemos prosa, como las obras de Stephen King o Frederick Forsyth, nos transportamos a otros mundos, pero primero a través del entendimiento racional. En sus novelas, cada palabra está cuidadosamente elegida para construir una imagen clara y detallada en nuestra mente. Nos adentramos en la atmósfera poco a poco: cada descripción, cada diálogo nos orienta y nos prepara para lo que va a suceder. La emoción surge después de que nuestro cerebro haya decodificado toda la información. Es como si el autor nos llevara de la mano a través de un paisaje, mostrándonos lo que él quiere que veamos antes de que podamos sentir miedo, tensión o alegría.
Piensa en un relato de Stephen King. Cuando describe una calle vacía y silenciosa en la oscuridad de la noche, nuestro cerebro sabe que algo va a pasar. Empezamos a detectar los elementos que nos indican peligro: la ausencia de ruido, la sombra que parece moverse, el crujido distante de unas ramas. Primero procesamos la escena en la mente y, solo después de entender lo que podría estar sucediendo, aparece el miedo. Sentimos la tensión porque entendemos que el personaje se encuentra en peligro. Nuestro corazón late más rápido, pero es una reacción a lo que el cerebro ya ha deducido. King usa la prosa para sembrar pistas y crear un ambiente que nuestra mente traduce en terror.
Lo mismo sucede con autores como Frederick Forsyth. En El día del Chacal, Forsyth construye la tensión poco a poco, a medida que nos va revelando cada detalle del plan del asesino. Sabemos que algo va a pasar y, mientras nuestra mente sigue cada movimiento del protagonista, la emoción crece en el fondo. La adrenalina no surge de inmediato, sino después de haber comprendido las intenciones del personaje y los obstáculos que enfrenta. La prosa aquí actúa como un mapa: nos muestra dónde estamos y hacia dónde vamos, antes de que lleguemos a la emoción.
Pero la poesía no funciona así. Cuando leemos un poema, las palabras no se esfuerzan en guiarnos por una secuencia lógica ni necesitan explicar cada imagen que evocan. Desde el primer verso, la emoción se instala en nosotros sin pedir permiso. No es necesario saber a quién se refiere o qué sucedió antes. La sensación de vacío, de pérdida o de amor desbordado simplemente surge, como si el poema hablara en un idioma que nuestro corazón ya conoce, pero que nuestra mente aún no alcanza a comprender. No necesitamos conocer la historia completa para sentir la profundidad de un dolor o la inmensidad de un deseo. La poesía no nos describe situaciones; nos arroja a ellas de golpe, dejándonos envueltos en un torbellino de sensaciones.
Sucede porque la poesía utiliza las imágenes de una forma que no busca contextualizar ni detallar. Frases que mencionan el olor del café o el perfume de las rosas pueden transportarnos a momentos específicos de nuestra vida sin dar explicaciones. Esas palabras despiertan en nosotros recuerdos que parecían olvidados, sensaciones que creíamos dormidas. De repente, un simple verso puede evocar un lugar, una espera o incluso el dolor de una despedida. La poesía tiene el poder de tomar lo cotidiano y transformarlo en un disparador emocional, colocándonos en un estado donde todo es sentido antes de ser pensado.
A veces, un poema nos expone a realidades crudas, arrojándonos imágenes que no pretenden suavizar el impacto. Con muy pocas palabras, puede trazar el retrato completo de una vida marcada por el dolor, la desesperanza o la lucha constante. No necesita largas explicaciones para que sintamos el peso de esa existencia. Nos enfrenta a lo que es, sin adornos, y ese golpe nos obliga a reaccionar. La prosa, por su parte, habría necesitado construir con detalles minuciosos el contexto, la historia detrás de cada personaje y cada situación. La poesía, en cambio, comprime toda esa complejidad en unos pocos versos, transmitiéndonos todo en una explosión de significado.
La poesía también es capaz de capturar la intensidad de las emociones sin recurrir a explicaciones. Desde el primer verso, ya sentimos la lucha interna de quien quiere amar con todo su ser, pero al mismo tiempo teme perderlo todo. Un solo verso es suficiente para crear la sensación de estar en guerra con uno mismo, deseando con todas las fuerzas y, a la vez, sabiendo que ese deseo podría desgarrarlo todo. La prosa tardaría párrafos enteros en construir esa tensión interna, explorando cada detalle, cada contradicción del alma, pero la poesía lo hace en un instante, con una economía de palabras que sorprende por su precisión.
Además, la poesía tiene la capacidad de jugar con el tiempo y el espacio sin que el lector se pierda en la narrativa. Un poema puede hablar del regreso de un deseo o del renacimiento de un amor que creíamos extinto, y no necesitamos saber cuánto tiempo ha pasado ni qué ocurrió en el medio. La emoción se activa de inmediato, como un destello que ilumina de golpe el pasado y el presente. La prosa requeriría un recorrido detallado por esos eventos, mostrándonos cómo el protagonista cambió a lo largo de los años hasta volver a sentir lo mismo. La poesía, en cambio, elimina la necesidad de esas explicaciones y nos lanza directamente a la intensidad de ese sentimiento.
En resumen, la prosa construye un puente paso a paso: primero llegamos a un entendimiento racional y luego sentimos. Nos traslada a otros mundos a través de la lógica, y solo después nos entrega la emoción como una recompensa final. La poesía, en cambio, entra de lleno en el corazón y activa nuestros recuerdos, sensaciones y deseos con la fuerza de un impacto directo. No nos da tiempo de entender; simplemente nos transforma, nos cura y nos hace mejores con su magia.
Isabel Salas