Pensaemas

jueves, 13 de noviembre de 2025

EL FANTASMA DE GARCILASO


¿Quién me va a impedir que te escriba un poema, o un camión de versos embotellados con gas? ¿Quién me va a detener? ¿El fantasma de Garcilaso? ¿Una reunión secreta de sonetistas, custodios de la métrica? Por favor.

Puedo hacer sonetos, deshacerlos, tirarlos al suelo y volver a armar uno con la punta de la lengua o con la de un cigarrillo que guardo para los grandes momentos. Lo tengo escondido en un rincón empolvado, detrás de un arpa llena de polvo. También vive allí una lágrima que rueda eternamente por el tacón de un zapato de charol, de cristal, de alquitrán o de plástico chino, según el día, la hora y el tipo de luz que entre por la ventana. De sol, de luna, de farola o de linterna de ladrón.

Todo influye.
Todo fluye.

Todo se termina escondiendo, antes o después, en algún ángulo oscuro. La diferencia es que yo no uso la forma para esconderme. Entro con lo que tengo para decir, y si hace falta, lo acomodo en catorce versos como quien coloca (cuidadosamente) dinamita en una caja de nitroglicerina que imita al cartón.

Porque sí, puedo hacer un soneto, aunque te pese. Pero no siempre estoy enamorada de la rima consonante, el arte mayor, la décima agónica que disfraza un vacío emocional con moño dorado. No voy a ponerme smoking para declarar solemnemente que algunos días no siento nada.

Que ni siquiera las margaritas me quieren responder preguntas sencillas en lenguaje binario.

Hay cosas que se dicen con ropa de estar en casa varios días seguidos, exiliada de la ducha.

Puedo ser elegante, sí. La semana pasada lo fui. Dos veces.
Y puedo ser hueca como un bombón vencido. Y maciza como un turrón de Navidad.
O lo que haga falta.

Y aun así, sigo escribiendo. Porque hay dolores que solo se ordenan cuando alguien los convierte en poema, y gente que solo se ubica cuando un dolor le ordena los poemas que lleva dentro.

Aunque el poema sea un desastre.
Aunque el dolor no quiera rimar.

 Isabel Salas

domingo, 2 de noviembre de 2025

JUGADOR

Cuando el fuego solo quema a los demás

 
Jugar con las pelotas, con los cochecitos, con los amigos, con los indios de plástico, con la play, con el sudoku en la lista de espera o en la desesperación, jugar con las palabras...

Con tantas cosas se puede jugar que algunos terminan creyendo que también se puede jugar con todo, incluyendo personas y sentimientos. Juegan sin límites ni control, sin medir el dolor ni las consecuencias, ni para ellos ni para los dueños de los sentimientos con los que se divierten.

Se vuelven ludópatas emocionales. Ya no buscan placer, buscan repetir la apuesta. Obligados por una urgencia psicológicamente incontrolable, se entregan al juego que los consume —bingo, póker, lotería o simplemente coleccionar corazones enamorados— con una persistencia que arrasa con todo lo demás.

Este comportamiento va erosionando (así lo espero) su vida personal, sus vínculos, su trabajo. No importa. Nada les importa mientras siga girando la ruleta, rusa o francesa.

Pero lo más trágico (a mis cansados ojos) no es que jueguen, sino que me da la impresión de que nunca aprendieron a perder.
Y debe ser por eso siguen apostando, incluso cuando ya no queda nada sobre la mesa… salvo otra persona rota.

Están de moda. Todos hablan de ellos. Algunos los llaman psicópatas integrados.

Esa manía de etiquetarlo todo me cansa. 

A estos entes no les interesa ganar, solo repetir la partida. Porque para ellos lo adictivo (tal vez) no es el otro, sino el juego que el otro permite.

Lo irónico es que mientras más juegan, menos se divierten. Y lo que alguna vez fue entretenimiento se transforma en compulsión. Lo que parecía libertad, termina siendo una celda disfrazada de parque.

Quizás el problema no es que jueguen... sino que nunca aprendieron a perder.

 

Isabel Salas