¿Quién me va a impedir que te escriba un poema, o un camión de versos embotellados con gas? ¿Quién me va a detener? ¿El fantasma de Garcilaso? ¿Una reunión secreta de sonetistas, custodios de la métrica? Por favor.
Puedo hacer sonetos, deshacerlos, tirarlos al suelo y volver a armar uno con la punta de la lengua o con la de un cigarrillo que guardo para los grandes momentos. Lo tengo escondido en un rincón empolvado, detrás de un arpa llena de polvo. También vive allí una lágrima que rueda eternamente por el tacón de un zapato de charol, de cristal, de alquitrán o de plástico chino, según el día, la hora y el tipo de luz que entre por la ventana. De sol, de luna, de farola o de linterna de ladrón.
Todo influye.
Todo fluye.
Todo se termina escondiendo, antes o después, en algún ángulo oscuro. La diferencia es que yo no uso la forma para esconderme. Entro con lo que tengo para decir, y si hace falta, lo acomodo en catorce versos como quien coloca (cuidadosamente) dinamita en una caja de nitroglicerina que imita al cartón.
Porque sí, puedo hacer un soneto, aunque te pese. Pero no siempre estoy enamorada de la rima consonante, el arte mayor, la décima agónica que disfraza un vacío emocional con moño dorado. No voy a ponerme smoking para declarar solemnemente que algunos días no siento nada.
Que ni siquiera las margaritas me quieren responder preguntas sencillas en lenguaje binario.
Hay cosas que se dicen con ropa de estar en casa varios días seguidos, exiliada de la ducha.
Puedo ser elegante, sí. La semana pasada lo fui. Dos veces.
Y puedo ser hueca como un bombón vencido. Y maciza como un turrón de Navidad.
O lo que haga falta.
Y aun así, sigo escribiendo. Porque hay dolores que solo se ordenan cuando alguien los convierte en poema, y gente que solo se ubica cuando un dolor le ordena los poemas que lleva dentro.
Aunque el poema sea un desastre.
Aunque el dolor no quiera rimar.
Isabel Salas

