domingo, 29 de septiembre de 2024

AGUA Y CALOR

Me gustan mucho las tardes así como ésta, fresquitas, nubladas, que colocan una luz de noche anticipada a las seis de la tarde. Por lo que sea, a mí me dan paz. Todo lo que tenga agua me gusta, para beberla, para bañarme o para sentirla encima de mí esperando en las nubes a que sea la hora de caer.

La lluvia en el trópico es un rito ancestral que envuelve al cielo y a la tierra, en cierto modo me parece al mismo tiempo intensa y mágica vestida con una solemnidad casi litúrgica. Antes de caer, un viento fuerte nos avisa a todos de su inminente llegada, alertándonos para que busquemos donde meternos. Lo hace con autoridad no exenta de un cierto toque lúdico, mientras aúlla entre las calles despeinando árboles y mujeres, levantando faldas, metiendo tierra en los ojos y asustando a los perros. En la ciudad, en pocos segundos todos corren a guarecerse, regresan a sus casas si están cerca o se refugian en los comercios y en las iglesias. 

Cuando llegué a Brasil hace muchos años, no sabía interpretar esas señales, vivía en Campinas, una ciudad cuyo nombre siempre sale de mis labios endulzado con la sonrisa de los bellos recuerdos. No corría, no me escondía, si me pillaba en la calle me quedaba parada escuchando el viento, embobada con su fuerza y la lluvia descargaba encima de mí  dejándome empapada en segundos. 

Al contrario de lo que sucede en el hemisferio norte, aquí normalmente, llueve en verano, por las tardes o las noches y la lluvia no está fría.

El olor a tierra mojada es inevitable, aunque estés en una ciudad porque las poblaciones están rodeadas de tierra y hay parques y otros espacios naturales por todos lados, es muy agradable y poético. Miles de canciones o poemas se han inspirado en ese aroma, pero a mí lo que me gusta hasta hoy, cuando hablamos de lluvia, es el olor de asfalto mojado.

Alfalto caliente mojado.

Me despierta todos los sentidos notar el calor que se desprende de las calles que han pasado el día entero al sol. Durante los primeros cuarenta segundos de lluvia, todo ese calor empieza a evaporarse y sube desde el suelo acariciando las piernas mojadas.

Al llegar a la cintura ya no es tan intenso, se ha vuelto templado, y es así que llega al cuello. Templado y mojado, te sujeta por los hombros y te hace tener constancia de tu tamaño, de tu altura, de tu peso y de tu propio calor antes de meterse por debajo del cabello y enredarse en él, jugando e impregnándolo de su aroma. 

Cuando llega a la nariz, el perfume del asfalto ya no quema, huele a calles , a coches, a gente buscando trabajo o amor, a niños con mochilas, a carrito de helados, a zapatos de baile, a tu propia piel, a tu propio pelo y a tu sudor mojado.

A veces después de todo ese recorrido, se desliza hasta los labios y te besa. Un beso caliente y mojado.

Me gustan todas esas sensaciones. Son gratis, son espontaneas y por mucho que las experimente no me cansan, como otras cosas que me dejaron de gustar después de haberme gustado tanto que incluso llegué a creer que sería imposible vivir sin ellas. 

Se puede vivir sin muchas cosas, lo he aprendido conforme mi lista de prioridades año a año se ha ido acortando. Será por eso que tardes como ésta me gustan tanto. Oscurecen  las seis de la tarde, me traen olores gratos de niños con mochila y zapatos de baile,  y sobre todo me recuerdan, con su beso,  que hay cosas que nos gustan para siempre y otras que dejan de gustarnos.

Como tú.
Que cada segundo que pasa me gustas menos.

Isabel Salas
Del libro NAVAJA DE LLAVERO