Llovía.
Yo necesitaba un techo
y él, en su agonía,
un saco de boxeo
donde descargaría
la ingrata frustración
de su macheo.
Ambos cumplimos.
Los dos sobrevivimos
al contradiós
de aquella
yuntería.
Tras descampar retorné al
mundo
rota, seca y dispuesta
a retomar mi rumbo.
Con cierto gozo,
desde el altar sagrado,
de su alma hueca,
él comprobó el destrozo
de sus manos amadas
y lamió sus heridas
ensangrentadas.
Podría ser peor.
Mucho peor sería
caso la sangre,
que su lengua lamía
sin pena ni tremor,
en vez de suya
hubiera sido mía
Isabel Salas