La arena de la playa quema. Durante el día el sol se mete en ella y cada grano esconde una llamita. Son fuegos que juegan a incendiar los pies. Calor atrincherado en piedras diminutas, que pide piel a gritos para quemar.
Pero de noche cuando el sol se va, a la arena se le escurre el sol. Se le escapa el calor y en pocas horas demuestra lo que es: pedacitos fríos de piedras muertas, heladas, machacadas... rotas.
Donde había calor no queda nada.
Como un animal muerto, la arena fría, deja de respirar. Ya no sonríe con los pies que vuelan por encima ni con los novios que llevan a las novias a mirar las olas.
Ya no.
La arena helada se pone triste y llora.
La arena helada se pone triste y llora.
Así me pasa a mí cuando te vas y te llevas las llamas que habitan mis granitos. También me quedo helada, sin sonreír y respirando poco. La arena tiene suerte. Sabe que en pocas horas se termina su muerte. El día llega y con él, su sol.
Yo no. Yo no tengo medida para medir mi noche. Sólo sé que te vas y que al irte me matas. Sé que la muerte es fría y dura lo que dura.
Horas, días o años para medir los daños de la falta de sol.