se pueden romper.
rotos de tantas idas
Me consta que hay lectores que seleccionan un libro por lo acertado de su reseña en la solapa, o por afinidades geográficas, incluso por motivos más peregrinos y, en ocasiones, hasta inconfesables. También conozco personas que indagan el final antes de comenzarlo. Todo vale en este sutil juego cómplice que se establece entre un autor y su público. Si es usted de aquellos que investigan las últimas páginas, espero que profundice.
Esto no es un epílogo al uso, no tiene nada que ver con un final, de hecho. Desde luego, es un honor que Isabel Salas me haya reconocido para elaborarlo; pero es profundamente triste escribirlo, pues tiene un significado que, como lector, me llena de melancolía: he terminado de leerlo. Y lo siento de veras, y lo revisito, y lo hago eligiendo al azar cada poema, jugando con dados que lleguen a sumar sesenta y dos, como jugando a un bingo imaginario, posándome sobre los ojos de los niños, buscando letras que acarician, derramando una lágrima con el número uno, parando y avanzando en el cuarenta y siete..., llegando al final y viendo que lo que sobró no es tal, porque aún me falta, y vuelvo, y volveré; en esta navaja nada sobra, si no es verdadero sentimiento.
Es imposible describir lo que se siente ante un olor tatuado en tu vida, pero Isabel lo consigue, como logra casi canturrear Euskal Herría...; lo mismo sobrecoge con un velo de novia digno de la mejor poesía erótica que describe esa tristeza de goma que no somos capaces de saborear sin leerla, esa que todos hemos padecido pero no hemos podido transmitir a un texto. Relatos como La camiseta o La nave y el planeta; poemas como Agua de mujer y Acariciando el viento nos redescubren a una autora que debería tener un lugar reservado en nuestra biblioteca, por su valentía y sinceridad al plasmar esos sentimientos que nuestro propio pudor nos obliga a tener arrinconados en rinconcitos del alma que ella desintoxica con la misma maestría que mostró en la primera entrega de esta colección titulada El canario y la máquina de coser.
Pocos escritores contemporáneos podrán presumir de una literatura tan franca y conmovedora, tan sutil y, a la vez, tan elocuente. En suma, un libro provocativo, siguiendo esa línea personal de Isabel Salas. Parece fácil escribir, quizá lo sea, pero no como ella lo consigue, con el vientre en cada pensaema, con el corazón en cada verso, con el alma en cada título. Isabel ha conseguido, por dos veces ya, una bandada de canarios traficando en su alpiste. En definitiva, una autora de obligada lectura y recomendada relectura.
Un lujo para los que estamos y permanecemos ávidos de poesía pura, o impura, pero poesía a fin de cuentas.
Juan Mantero
Ramiro no es solo uno de los personajes del libro QUEDAN BASTILLAS, es ese tendero que sonríe detrás del mostrador, haciendo malabares con las vueltas y el peso exacto de la mercancía. Podría vivir en cualquier barrio de cualquier ciudad. Parece el guardián de un antiguo rito, una especie de sacerdote encargado de velar por los pecados pequeños y silenciosos que ocurren entre las calles del barrio. En su tienda, las transacciones no solo implican la compra de pan o queso, sino una especie de purga colectiva, un tributo que los vecinos, en silencio, aceptan pagar para mantener el orden de las cosas.
Pero, ¿por qué los vecinos lo toleran? La respuesta tal vez sea una mezcla comodidad y miedo. Saben que sus pequeños robos son casi inofensivos comparados con lo que podría venir. Ramiro es una especie de mediador entre los pecados del barrio y algo mucho peor. Si él desapareciera, el equilibrio se rompería, y quién sabe qué clase de personajes podrían ocupar su lugar. Tal vez alguien más ambicioso, menos amable, más despiadado.
El personaje se mueve con la destreza de un hombre que entiende las necesidades humanas más íntimas. Conoce a sus clientes como si fueran parte de una familia extensa. Sabe cuándo alguien ha tenido un mal día, cuándo necesita una palabra amable o un consejo sobre el pan más fresco. Es esa atención al detalle lo que lo convierte en algo más que un ladrón: es un hombre profundamente conectado con su comunidad, un testigo y cómplice de sus vidas.
Para las mujeres del barrio, el tendero representa algo más. Su mirada fugaz y discreta, posándose apenas sobre los restos de juventud que las clientas mayores llevan consigo, es un recordatorio silencioso de lo que alguna vez fueron. No cruza la línea, pero coquetea con la nostalgia de esas miradas furtivas, ofreciendo un halago implícito que les devuelve, aunque solo sea por un instante, la sensación de ser vistas. Para los hombres, en cambio, Ramiro es un compañero de conversación sobre fútbol o motos, un cómplice en la rutina de la vida diaria.
¿Cuántos de nosotros estamos dispuestos a aceptar pequeñas transgresiones a cambio de mantener la ilusión de un equilibrio en nuestras vidas?