
Hoy no.
Hoy necesito una lluvia torrencial.
Tropical.
Que empiece de pronto y se acabe cuando se termine.
Externa.
Envolvente.
Espesa.
Contundente...eficaz.
Meterme debajo, mezclarme con ella y dejar que me limpie por fuera.
Que me arranque el barro seco.
Que me arañe, que me dañe, para que por fin duela algo fácil de curar.
Unas heriditas básicas que pueda pintar con mertiolate.
Por dentro me encargo yo, pues ni el agua puede acceder a los recónditos rincones del laberinto íntimo donde estoy metida con mis tristezas.
Es como la guarida de un hurón millonario, pero sin hurón.
Y allí estoy, enredada en la maraña de sentimientos tristes, sin saber como desenredarme y volver a buscar fuerzas en la flaqueza.
Deben estar debajo de todo el montón.
Seguro.
Esas fuerzas especiales.
Boinas verdes.
Dejaré salir mi chorro de penas al mismo tiempo que la lluvia me toque y se confundirán con el agua del cielo.
Mis penas amadas que tanto tiempo llevan conmigo, unas nuevas de hace pocos días, otras antiguas, de la época en que me dijeron que algunos sueños se compran con monedas de comprar elefantes.
Y aún más antiguas, penas de niña, que parecen penas de juguete pero son de verdad y funcionan sin pilas.
Hasta penas heredadas tengo.
De mis abuelas y de sus madres, del pasado lejano. Penas mitocondriales de mujeres que vivieron para que un día yo pudiera vivir, me pasaron sus genes, sus ganas de vivir y sus penas, todo en el mismo kit, como cuando te compras un pinta labios y te regalan un rimel y no puedes dejar de aceptarlo para que la vendedora no se ponga triste porque es un regalo.
Me gustaría acabar con todo ese arsenal de penas y por fin, poder tener un corazón hecho de carne de corazón y no de tripas.
Isabel Salas






